domingo, 9 de noviembre de 2008

Un paseo al Paraíso (Parte III)

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TERCERA PARTE


En la noche del sábado 9 de abril, Don Bosco continuaba:


No quería contarles mis sueños. Antes de ayer, apenas hube comenzado mi narración, me arrepentí de la promesa que les hice; y hoy habría deseado no haber dado principio a la exposición de lo que desean saber. Pero he de decir que si guardo silencio, conservando mi secreto para mí, sufro mucho, y, en cambio, publicándolo, me proporciono un desahogo que me hace mucho bien. Por tanto, proseguiré el relato.


Mas antes he de advertir que en las noches precedentes tuve que suprimir muchas cosas, de las que no era conveniente hablarles, pasando por alto otras, que se pueden ver con los ojos, pero que no se pueden expresar con palabras.

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Después de contemplar, pues, como de corrida, todas aquellas escenas ya descritas; después de haber visto lugares diversos y las maneras de ir al infierno, nosotros queríamos a toda costa llegar al Paraíso. Pero yendo de una parte a otra, nos desviamos del camino atraídos por otras cosas. Finalmente, después de adivinar la senda que debíamos seguir, llegamos a la plaza en la que había concentrada tanta gente, toda ella dispuesta a llegar a la montaña; me refiero a aquella plaza de tan colosales proporciones que terminaba en un paso estrecho y difícil entre dos rocas. El que lo atravesaba, apenas había salido a la otra parte, debía pasar un puente bastante largo, muy estrecho y sin barandilla, debajo del cual se abría un espantoso abismo.

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—¡Oh! Allá está el camino que conduce al Paraíso — nos dijimos—; aquel es. ¡Vamos!


Y nos dirigimos hacia él. Algunos jóvenes comenzaron a correr dejándonos atrás. Yo hubiera querido que me esperaran, pero ellos estaban empeñados en llegar antes que nosotros; mas al llegar al paso estrecho se detuvieron asustados sin atreverse a seguir adelante. Yo les animaba incitándoles a pasar:


—¡Adelante! ¡Adelante! ¿Qué hacen?

—Sí, sí —me replicaron—; venga Usted y haga la prueba. Nos estremece la idea de tener que pasar por un lugar tan estrecho y después tener que atravesar el puente; si diéramos un paso en falso, caeríamos dentro de aquellas aguas turbulentas encajonadas en el abismo y nadie daría más con nosotros.


Pero, finalmente, hubo uno que se decidió a ser el primero en avanzar, siguiéndole después otro y así, todos pasamos del lado de allá, encontrándonos al pie de la montaña. Dispuestos a emprender la subida no encontramos sendero alguno que nos la facilitase, y al bordear la falda nos salieron al paso multitud de dificultades e impedimentos. Unas veces era una serie de macizos desordenadamente dispuestos; otras, una roca que era necesario salvar; ahora un precipicio, ya un seto espinoso que se oponía a nuestro paso. La subida se ofrecía cada vez más empinada, por lo que nos dimos cuenta de que era grande la fatiga que nos aguardaba. A pesar de ello, no nos desanimamos, comenzando lo escalada con la mayor valentía.

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Después de un corto espacio de penosa ascensión en la que nos servíamos tanto de las manos como de los pies, ayudándonos recíprocamente, los obstáculos comenzaron a desaparecer y, al fin nos encontramos ante un sendero practicable por el que pudimos subir cómodamente. Cuando he aquí que llegamos a cierto lugar de la montaña en el que vimos a numerosa gente que sufría de manera horrible; grande fue nuestra sorpresa y compasión al observar tan extraño espectáculo. No les puedo decir lo que vi, porque les causaría una pena demasiado intensa y, por otra parte, no serían capaces de resistir mi descripción. Nada, pues, les diré sobre esto, prosiguiendo adelante mi relato.

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Entretanto vimos también a otras numerosas personas que subían por las laderas de la montaña hasta llegar a la cumbre, donde eran acogidas por los que las aguardaban con manifestaciones de júbilo y grandes aplausos. Al mismo tiempo, oímos una música verdaderamente divina: un conjunto de voces dulcísimas que modulaban suavísimos himnos. Esto nos animaba más y más a continuar la subida.


Mientras proseguíamos adelante yo pensaba y le decía a mis jóvenes:


—Pero, nosotros que queremos llegar al Paraíso ¿estamos ya muertos? Siempre he oído decir que antes es necesario ser juzgado. ¿Y nosotros hemos sido juzgados?

—No —me respondieron—. Nosotros estamos todavía vivos; aun no hemos sido juzgados. Y reíamos al hacer tales comentarios.

—Sea como fuere —volví a decir—; vivos o muertos prosigamos adelante para poder ver lo que hay allá arriba: algo habrá.

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Y aceleramos la marcha. A fuerza de caminar, llegamos por fin a la cumbre de la montaña. Los que estaban ya en la cima, se aprestaban a festejar nuestra llegada cuando me volví hacia atrás para comprobar si estaban conmigo todos los jóvenes; pero con gran dolor pude constatar que me encontraba casi solo. De todos mis compañeros, sólo tres o cuatro habían permanecido junto a mí.


—¿Y los demás?, —pregunté mientras me detenía bastante contrariado.

—¡Oh! —me dijeron—; se han quedado por el camino, quiénes en una parte, quiénes en otra; pero tal vez lleguen aquí.


Miré hacia abajo y los vi esparcidos por la montaña, entretenidos unos en buscar caracoles entre las piedras; otros, en hacer ramos de flores silvestres; éstos, en coger frutas verdes; aquéllos, en perseguir mariposas; algunos, en perseguir grillos; no faltando quienes se habían sentado a descansar sobre un matorral bajo la sombra de una planta.

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Entonces comencé a gritar con todas mis fuerzas, mientras me descoyuntaba los brazos por atraer la atención de aquellos muchachos, llamándoles al mismo tiempo a cada uno por su nombre, incitándoles a que se dieran prisa, pues no era aquel el momento más oportuno para detenerse. Algunos atendieron a mis indicaciones, llegando a ocho los que se juntaron a mí, pero los demás no me hicieron caso y continuaron ocupados en aquellas bagatelas sin preocuparse de momento por escalar la cumbre. Yo no quería de ninguna manera llegar al Paraíso con tan exiguo acompañamiento; por eso, resuelto a ir en busca de los remisos, dije a los que me acompañaban:


—Voy a bajar en busca de aquéllos; ustedes quédense

aquí.

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Dicho y hecho. A cuantos encontraba en mi bajada les ordenaba proseguir hacia arriba. A unos les hacía una advertencia, a otros un amable reproche; a este, le daba una reprimenda; a aquél, una palmada; al otro, un empujón.


—Sigan para arriba, por caridad —les decía afanosamente—; no se detengan con esas bagatelas.


De esta manera al encontrarme de nuevo al pie de la montaña ya había avisado a casi todos. Vi a algunos que, cansados por la fatiga de la ascensión y desanimados por lo que aún les quedaba por escalar, habían resuelto volver hacia abajo. Por mi parte, determiné emprender de nuevo la subida para reunirme con los jóvenes que habían quedado en la cumbre, pero tropecé con una piedra y me desperté.

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Ya tienen hecho el relato del sueño. Sólo deseo de ustedes dos cosas. Les vuelvo a repetir que no cuenten fuera de casa a ninguna persona extraña nada de cuanto les he dicho, pues si alguien del mundo oyera estas cosas, tal vez las tomaría a risa. Yo se las cuento para hacerlos pasar un rato agradable. Comenten, pues, el sueño entre ustedes cuanto quieran, pero deseo que no le den más importancia que la que se puede dar a los sueños. Además quiero recomendarles otra cosa y es, que ninguno venga a preguntarme si estaba o no estaba, quién era o quién no era; qué hacía o qué dejaba de hacer, si se hallaba entre los pocos o entre los muchos, qué lugar ocupaba, etc., etc.; porque sería repetir la música de este invierno. Al contestar a tantas preguntas podría ser para algunos más perjudicial que útil y yo no quiero inquietar las conciencias. Solamente les quiero hacer presente que si el sueño no hubiera sido un sueño, sino una realidad y en verdad hubiéramos tenido que morir entonces, entre tantos jóvenes como están aquí reunidos, si nos hubiéramos dirigido al Paraíso, sólo un número insignificante habría llegado a la meta. De setecientos o tal vez de ochocientos, quizás tres o cuatro. Pero, no se alarmen; entendámonos.

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Les explicaré esta exorbitante desproporción: Quiero decir que sólo tres o cuatro habrían llegado directamente al Paraíso sin pasar algún tiempo por las llamas del Purgatorio. Algunos permanecerían en este lugar de expiación algunos minutos, otros tal vez un día, otros varios días o varias semanas; en resumen, que casi todos tenían que pasar un período más o menos largo allí.

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¿Quieren saber qué es lo que hay que hacer para evitar el Purgatorio? Procuren ganar todas las indulgencias que puedan. Si practican aquellas devociones a las que van anexas indulgencias, tras cumplir los requisitos señalados se entiende; si ganan indulgencias plenarias, irán directamente al Paraíso.

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ACLARACIONES


Don Bosco no dio de este sueño explicación alguna personal y práctica a cada uno de los alumnos, como en otras ocasiones; haciendo muy contadas reflexiones sobre las distintas escenas presenciadas en el mismo. No era cosa fácil el hacerlo. He aquí las aclaraciones que de este sueño hace Don Lemoyne como fruto de sus propias reflexiones y sirviéndose a veces de las mismas palabras de Don Bosco.


1. --- La colina que Don Bosco encuentra al principio parece que representa el Oratorio. Prevalece en ella una vegetación joven. No existen árboles añosos de tronco alto y grueso. En todas las estaciones se recogen flores y frutos; lo mismo sucederá en el Oratorio. Este, como todas las obras de Dios, se mantiene de la beneficencia, de la cual dice el Eclesiástico en el Capítulo 40, que es como un jardín bendecido por Dios que da preciosos frutos; frutos de inmortalidad, semejante al Paraíso terrenal; entre los demás árboles estaba el árbol de la vida.


2. --- El que sube a la montaña es el hombre dichoso descrito en el Salmo 83, cuya fortaleza radica toda en el Señor. A pesar de encontrarse en esta tierra, en este valle de lágrimas, ascensiones in corde suo disposuit, está dispuesto a subir continuamente hasta llegar al tabernáculo del Altísimo o sea, al cielo. Y en su compañía otros muchos. Y el legislador Jesucristo le bendecirá, le colmará de gracias celestiales, e irá de virtud en virtud y llegará a ver a Dios en la bienaventurada Sión y será eternamente feliz.


3. --- Los lagos son como el compendio de la historia de la Iglesia. Aquellos miembros innumerables que se veían descuartizados a las orillas de los mismos, pertenecen a los perseguidores de la Iglesia, a los herejes, a los cismáticos y a los cristianos rebeldes. De ciertas palabras del sueño se deduce que Don Bosco había visto algunos acontecimientos presentes y futuros. “A unos cuantos en privado —dice la crónica— al hablarles él [el Santo] de aquel valle vacío que estaba del lado allá del lago de sangre, les dijo: Ese valle se ha de llenar especialmente de la sangre de los sacerdotes y pudiera ser que muy pronto”.


“Estos días —continúa el cronista— Don Bosco ha ido a visitar al Cardenal De Angelis. Su Eminencia le dijo:


—Cuénteme algo que me cause alegría.

—Le contaré un sueño, —le replicó Don Bosco—.

—Le escucharé con sumo gusto.


Él [el Santo] comenzó a narrar lo que anteriormente hemos descrito pero con mayor número de detalles y consideraciones; pero al llegar a la descripción del lago de sangre, el Cardenal se tornó serio y melancólico. Entonces Don Bosco interrumpió el relato diciendo:


—¡Aquí termino!

—Prosiga, prosiga, —le dijo el Cardenal—.

—Basta, ya basta —concluyó Don Bosco— y prosiguió hablando de cosas amenas.”


La escena que representa el paso estrechísimo entre las dos rocas y el puentecillo de madera, símbolo de la Cruz de Jesucristo, la seguridad de pasar a la otra parte en quien está sostenido por la fe, el peligro de caer en el precipicio al avanzar sin rectitud de intención, los obstáculos de toda suerte hasta llegar al lugar en que el sendero se hace más practicable; todo esto, si no estamos en un error, se refiere a las vocaciones religiosas. Los que estaban en la plaza debían ser jovencitos llamados por Dios a servirle en la Sociedad Salesiana. En efecto, se hace constar que la gente que estaba esperando el momento de entrar por el sendero que conducía al Paraíso, estaba contenta, parecía feliz y se divertía: características todas aplicables de una manera especial a la juventud. Añadamos que al subir la montaña, unos se detenían y otros volvían atrás. ¿No representa esto el enfriamiento en la propia vocación? Don Bosco dio a esta parte del sueño un significado que indirectamente podía aplicarse a la vocación, pero no creyó oportuno hablar más explícitamente de ello.


5. --- En la montaña, apenas vencidos los obstáculos que se ofrecieron en su falda, el siervo de Dios vio una multitud víctima del sufrimiento. “Algunos le preguntaron privadamente —escribe Don Bonetti— y él les respondió: Este lugar representa el Purgatorio. Si tuviese que hacer una plática sobre dicho tema, no haría otra cosa que describir lo que vi”. Añadamos una postrera e importante observación, aplicable a este sueño y a todos los demás. En estos sueños o visiones, que así las podemos llamar, entra casi siempre en escena un personaje misterioso que hace de guía y de intérprete.


—¿Quién podrá ser?


He aquí la parte más sorprendente y bella de estos sueños que Don Bosco, tras narrarlos, conservaba en el secreto de su corazón.


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Fuente: “Los sueños de Don Bosco”

Central Catequística Salesiana, 1958


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