martes, 12 de agosto de 2008

El Papa va a Francia

Bendito el que viene en nombre del Señor

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(Reflexión de Monseñor Jacques Perrier, obispo de Tarbes y Lourdes, a un mes del viaje apostólico de Benedicto XVI a Francia)


La elección del Cardenal Ratzinger ha sido acogida en modos diversos. La opinión común, divulgada con complacencia, veía en él a un hombre rígido, un teórico inflexible, extraño a las cuestiones del mundo, perdido detrás de sus principios. Los que lo habían frecuentado, en cambio, buscaban que se oiga un eco diferente: el cardenal era un hombre simple, fácilmente accesible, que amaba escuchar a los demás, claro en sus respuestas, que a veces reconocía que no tenía respuesta, y respetado incluso más allá del ámbito católico. Pero sus voces se escuchaban con dificultad.

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Poco antes del anuncio del resultado de la elección, me sorprendí diciendo: “¡Si tomase el nombre de Benedicto!”. No sabía que el elegido era el Cardenal Ratzinger. Menos aún conocía su estima por San Benito. Pensaba quizá vagamente en Benedicto XV, el Papa que buscó ser constructor de paz durante la guerra y que, por esto, fue calumniado por ambas partes. Pensaba sobre todo que el Papa debía ser un signo de bendición para el mundo. En esto, era fiel a la devoción del Papa Juan Pablo II por la Divina Misericordia: él había canonizado a Sor Faustina, mensajera de la Divina Misericordia; él había instituido la fiesta, el segundo domingo de Pascua; él mismo se había encontrado definitivamente con esta Divina Misericordia en las primeras vísperas de su fiesta.

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El mundo está preocupado por su futuro. Nuestras sociedades no están seguras de su solidez. Nuestra cultura de la diversión esconde un déficit de significado que puede convivir con una vaga felicidad. Es importante que alguien diga a este mundo que no está maldecido ni olvidado sino que, por el contrario, Dios lo ama y lo bendice, a pesar de sus heridas. La bendición originaria del Génesis no ha sido quitada al hombre. Es necesario, entonces, que “el hombre vestido de blanco” sea un signo de bendición: cuando las religiones se dejan implicar demasiado fácilmente en numerosos conflictos; cuando algunos sacerdotes han cometido crímenes contra los niños, aquellos que Jesús bendecía; cuando es necesario rechazar ciertos logros de la técnica que se convertirían en una maldición para la humanidad. Necesitaba una gran fe y mucha humildad para aceptar estos desafíos.

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Durante el Vía Crucis que había guiado el Viernes Santo del 2005, algunos días antes de la muerte del Papa, y luego en los discursos anteriores al cónclave, el Cardenal Ratzinger ciertamente no había pintado de rosa la situación espiritual de la Iglesia, sobre todo en Occidente. Es, por consiguiente, con conocimiento de causa como aceptó el cargo, cuando esperaba poder retornar a sus amados estudios.

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Dos bienaventuranzas se aplican en particular al Papa Benedicto XVI. “Bienaventurados los mansos”: la mansedumbre está, quizás, en su carácter, pero lo que es un don natural puede también convertirse en un carisma al servicio del Reino. En este mundo de violencia, no sólo terrorista sino también económica e incluso cultural, la mansedumbre según el ejemplo de Cristo, ¿no es un modo de dejar un signo? La otra bienaventuranza es aquella de los que trabajan por la paz. Benedicto XVI busca la unidad. Sabe que la unidad es inseparable de la verdad. Por esto, se muestra exigente en el diálogo, incluso ecuménico y entre las religiones: es un modo de honrar a sus interlocutores.

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Gracias a su mansedumbre, el Papa abre los caminos del diálogo con la ortodoxia. En China, busca reconciliar. Al decidir la celebración de un Año Paulino, al mismo tiempo que convoca un sínodo sobre la Palabra de Dios, es razonable leer también una intención ecuménica respecto a los protestantes. En la Iglesia Católica no quiere que los fieles vivan separados bajo el pretexto de un modo antiguo de celebrar. Pero también aquí la verdad no debe ser sacrificada en favor de una unidad sólo de superficie: el Concilio Vaticano II debe ser correctamente interpretado pero no puede ser anulado.

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Como otros, también los franceses han descubierto un poco mejor al Papa Benedicto XVI gracias al viaje a los Estados Unidos. Hemos podido ver con qué coraje ha afrontado los escándalos, con qué delicadeza ha escuchado a las víctimas, con qué desenvoltura se mostró para con una sociedad tan distante de su cultura, con qué amigable autoridad ha animado a sus hermanos obispos, con qué sobriedad litúrgica ha celebrado en los estadios, con qué amplitud de visión se ha dirigido a los delegados de las Naciones Unidas, con qué emoción ha participado en el dolor, aún vivo, de la ciudad de Nueva York, golpeada por los atentados del 11 de septiembre. Durante los días de su viaje, hemos constatado un cambio de tono en los comentarios de los medios. Benedicto XVI los ha sorprendido. Esperemos ser sorprendidos también nosotros. Podemos sorprenderlo, por nuestra parte, yendo a su encuentro en gran número para mostrarle que lo amamos y que somos un solo cuerpo, con él, en la Iglesia.

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