martes, 15 de julio de 2008

Una cuestión de amor a la Iglesia

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"La Eucaristía es un don demasiado grande

para admitir ambigüedades y reducciones" (Juan Pablo II)

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El año 2004, la Congregación para el Culto Divino, presidida por el Cardenal Francis Arinze, publicó, por mandato del Papa Juan Pablo II, la instrucción "Redemptionis Sacramentum". En ella se detallan cosas que se deben observar o evitar en la celebración eucarística. Diez años antes de la aparición de esa instrucción, Monseñor Jorge Medina Estévez,  por entonces obispo de Valparaíso, escribía una nota acerca de los “defectos en la celebración de la Santa Misa”. Presentaba allí una lista de abusos o errores, clasificándolos según refiriesen a los elementos que se utilizan, al rito mismo de la celebración, o a los ministros. Sin detenernos en esta enumeración, ciertamente interesante (quienes deseen leer el texto completo pueden descargarlo aquí), presentamos algunos extractos que reflejan su pensamiento sobre el tema.

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Es bueno recordar que el Cardenal Medina Estévez, prefecto emérito de la Congregación para el Culto Divino, es y ha sido siempre un gran defensor de la Misa de San Pío V, así como también de la Misa de Pablo VI celebrada de acuerdo a las rúbricas y con la debida reverencia. En las afirmaciones de Medina Estévez, amigo personal del Papa, puede verse reflejado en muchos aspectos el pensamiento del entonces Cardenal Ratzinger. Es notable cómo coinciden en la valoración de la reforma litúrgica, de lo que el Concilio Vaticano II realmente quiso, y de aquellos aspectos negativos que ciertamente no responden al auténtico espíritu de dicho Concilio, leído en la “hermenéutica de la continuidad” que propone el actual Pontífice.

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Se cuenta en la vida del Cardenal Mercier, Arzobispo de Malinas, que una vez al año, cuando hacía sus ejercicios espirituales, le pedía al maestro de ceremonias del monasterio que lo asistiera en la celebración de la Santa Misa y que le indicara las faltas que observara, con el fin de corregirlas. Una vez dijo el Cardenal que cada año descubría algunas pocas faltas que se le habían introducido en la celebración.

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Hoy día las rúbricas y normas de la celebración de la Eucaristía no son tan minuciosas ni tan rígidas como las que estaban vigentes en el rito así llamado de San Pío V. El celebrante tiene, en virtud de las mismas normas del “Ordenamiento General del Misal Romano” promulgado por el Papa Pablo VI, la posibilidad de escoger entre varias posibilidades, adaptando la celebración a las circunstancias. Pero eso no significa que la celebración carezca de normas, o que cada cual puede hacer las adaptaciones que bien le parezcan. Las adaptaciones posibles son las indicadas en los libros litúrgicos, y no otras.

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La Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II, dice en su n. 22:

§1. La reglamentación de la sagrada Liturgia es de competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica; ésta reside en la Sede Apostólica y, en la medida que determine la ley, en el Obispo.

§ 2. En virtud del poder concedido por el derecho la reglamentación de las cuestiones litúrgicas corresponde también, dentro de los límites establecidos, a las competentes asambleas territoriales de Obispos de distintas clases, legítimamente constituidos.

§3. Por lo mismo, nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia.

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El tema de los “defectos” en la celebración litúrgica es importante, sí, pero adjetivo. Supone, ante todo, un conocimiento serio de lo que es la liturgia en el misterio cristiano de la salvación, según la enseñanza expresada por el Concilio Vaticano II, en el capítulo 1º de la Constitución sobre la liturgia y en la segunda parte del Catecismo de la Iglesia Católica. Hablar de “defectos en la celebración” sin tener claro cuál es el sentido de la celebración misma y su lugar central en la vida de la Iglesia, hace correr el riesgo de no mirar lo adjetivo en la perspectiva de lo sustancial y de quedarnos simplemente en la superficie de las cosas, en su corteza.

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Por otra parte si algo constituye un “defecto” (tomada la palabra en forma amplia y analógica), lo es porque de algún modo no es coherente con la naturaleza de la liturgia, naturaleza que las normas litúrgicas tratan de poner de relieve y de preservar de desviaciones, que no proceden de mala voluntad, sino con frecuencia de desinformación, de inadvertencia o de iniciativas insuficientemente decantadas.

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No todos los defectos son de la misma importancia o magnitud. Algunos constituyen contravenciones a disposiciones explícitas de la legislación litúrgica, otros denotan más bien incoherencias con el espíritu de la celebración litúrgica, u olvido o descuido de recomendaciones dadas en los libros litúrgicos.

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Nada más ajeno al espíritu de la liturgia que reducirla a una especie de “mecánica” de aplicación de normas, del tipo de positivismo jurídico. La verdad es que la celebración litúrgica debe ser ordenada, digna y uniforme, dentro de la variedad de formas legítimamente admitida, decorosa y pedagógica. A eso apuntan las normas litúrgicas, las que son, por lo tanto, un medio de expresión de la comunión y de la tutela del bien común de la Iglesia, que se verifica principalísimamente en los actos del culto y ante todo en la celebración de la Eucaristía. Corregir los defectos es, pues, ante todo una cuestión de espíritu y de amor a la Iglesia, pues de ella son ministros y servidores los celebrantes.

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La liturgia no es sólo culto a Dios, sino también pedagogía. Y no una pedagogía cualquiera, sino una muy especial, nacida de la conducción del Espíritu Santo y de la experiencia casi dos veces milenaria de la Iglesia. La liturgia está entretejida de signos, de expresiones plásticas, que sugieren los profundos contenidos de los misterios de la fe. Esos signos son a la vez transparentes y oscuros. Su capacidad de comunicar lo inexpresable es grande, pero requiere reflexión y explicación. Hasta los más pequeños detalles de la celebración litúrgica revisten el carácter de signos: sugieren, enseñan, penetran el espíritu. Y por eso los “defectos” en la celebración son, de algún modo, algo que estropea un signo y que malogra la divina pedagogía mediante la cual la liturgia penetra, a través de los sentidos, hasta lo más profundo del ser religioso de quien toma parte en la celebración. Sería muy largo indicar cómo, en cada “defecto”, hay un perjuicio a la pedagogía litúrgica; pero quien conoce siquiera algo de lo que significa la celebración de los misterios cristianos, lo comprenderá con bastante facilidad.

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Tratar, pues, de ir corrigiendo los “defectos” y de mejorar la fidelidad de la celebración con respecto a las normas litúrgicas, es servir mejor al Pueblo de Dios, a través de los signos. Y despreocuparse de la forma de la celebración es, simplemente, olvidar que la liturgia debe ser bella y armónica, porque es un eco de la belleza y de la armonía de Dios.

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