lunes, 28 de abril de 2008

Un poco de Utopía

[Los utopianos] tienen por principio no discutir jamás sobre la felicidad sin partir de axiomas religiosos o filosóficos, basados éstos en la razón. Sin estos principios, piensan que la razón, abandonada a sí misma, es de suyo roma y débil en la búsqueda de la verdadera felicidad.

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Estos son sus principios: -Que el alma es inmortal. -Que Dios, por pura bondad, la hizo nacer para la felicidad. -Que después de esta vida nuestras virtudes y nuestras buenas acciones serán recompensadas y premiadas. -Que el crimen será castigado con suplicios.

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Aunque estos principios están tomados de la religión, piensan los utopianos que la razón puede llegar a creerlos y a aceptarlos. Si no se aceptaran -afirman sin vacilar- no habría nadie tan estúpido que no pensara que el placer se ha de buscar por todos los medios permitidos o prohibidos. La virtud consistiría, entonces, en elegir el más placentero y estimulante entre dos placeres. Y en huir de aquellos placeres que producen un dolor más fuerte que el gozo que pudieran haber procurado.

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La mayor locura, en efecto, para ellos, sería practicar unas virtudes ásperas y difíciles, renunciar a las dulzuras de la vida, sufrir voluntariamente el dolor, sin esperar nada después de la muerte como recompensa. ¿Qué fruto puede existir si después de la muerte, si has vivido sin placer, es decir miserablemente, no recibes nada a cambio?

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Pero la felicidad, afirman, no está en toda clase de placeres. Se encuentra solamente en el placer bueno y honesto. Nuestra naturaleza tiende, irresistiblemente atraída por la virtud, hacia él como al bien supremo. A esta virtud va vinculada la única felicidad, según los que opinan lo contrario.

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Definen la virtud como “vivir según la naturaleza”. A esto, en efecto, hemos sido ordenados por Dios. Por tanto, el hombre que sigue el impulso de la naturaleza, tanto en lo que busca como en lo que rechaza, obedece a la razón.

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-Según esto: Primero y principalmente, la razón inspira a todos los mortales el amor y la adoración a la Majestad divina, a la que debemos nuestra existencia y nuestra capacidad de felicidad. -Segundo: nos enseña y nos empuja a vivir con la mayor alegría y sin zozobra. Y en virtud de nuestra naturaleza común nos invita a ayudar a los demás a conseguir este mismo fin.

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Nadie, en efecto, por austero e inflexible seguidor de la virtud y aborrecedor del placer que sea, impone trabajos, vigilias y austeridad, sin imponer al mismo tiempo la erradicación de la pobreza y de la miseria de los demás. Nadie deja de aplaudir al hombre que consuela y salva al hombre, en nombre de la humanidad. Es un gesto esencialmente humano -y no hay virtud más propiamente humana que ésta- endulzar las penas de los otros, hacer desaparecer la tristeza, devolverles la alegría de vivir. Es decir, devolverles al placer. ¿Por qué, pues, no habría de impulsar la naturaleza a cada uno a hacerse el mismo bien que a los demás?

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Porque, una de dos, o la vida feliz o placentera es un mal o es un bien. Si es un mal, no solamente no se puede ayudar a los demás a que la vivan, sino que además hay que hacerles ver que es una calamidad y un veneno mortal. Si es un bien, ¿por qué -si existe el derecho y el deber de procurársela a los demás como un bien-, por qué, digo, no comenzar por uno mismo? No hay motivo para ser menos complaciente contigo mismo que con los demás. ¿Puede la naturaleza invitarte a ser bueno con los demás, y a ser cruel y despiadado contigo mismo? Por tanto, concluyen, la naturaleza misma nos impone una vida feliz, es decir, placentera, como fin de nuestros actos. Para ellos, la virtud es vivir según las prescripciones de la naturaleza.

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La naturaleza, siguen pensando, invita a todos los mortales a ayudarse mutuamente en la búsqueda de una vida más feliz. Y lo hace con toda razón, ya que no hay individuo tan por encima del género humano que la naturaleza se sienta en la obligación de cuidar de él solo. La naturaleza abraza a todos en una misma comunión. Lo que te enseña una y otra vez, esa misma naturaleza, es que no has de buscar tu medro personal en detrimento de los demás.

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Por esto mismo, piensan que se han de cumplir no sólo los pactos privados entre simples ciudadanos, sino también las leyes públicas que regulan el reparto de los bienes destinados a hacer la existencia más fácil. Es decir, cuando se trata de los bienes que constituyen la materia misma del placer. En estos casos se han de cumplir tales leyes sea que estén promulgadas justamente por un buen príncipe, sea que hayan sido sancionadas por el mutuo consentimiento del pueblo no oprimido por la tiranía ni embaucado por manipulaciones. Procurar tu propio bien sin violar estas leyes es de prudentes. Trabajar por el bien público, es un deber religioso. Echar por tierra la felicidad de otro para conseguir la propia, es una injusticia. Privarse, en cambio, de cualquier cosa para dársela a los demás, es señal de una gran humanidad y nobleza, pues reporta más bien que el que nosotros proporcionamos. Al mismo tiempo, esta buena obra queda recompensada por la reciprocidad de servicios. Y por otra parte, el testimonio de la conciencia, el recuerdo y el reconocimiento de aquellos a quienes hemos hecho bien producen en el alma más placer, del que hubiera causado al cuerpo el objeto del cual nos privamos. Finalmente, Dios compensa con una alegría inefable y eterna la privación voluntaria de un placer efímero y pasajero. De ello está fácilmente convencida un alma dispuesta a aceptarlo. En consecuencia, bien pensado y examinado todo, siguen pensando que todas nuestras acciones, incluidas todas nuestras virtudes, están abocadas al placer como a su fin y felicidad.

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Llaman placer a todo movimiento y estado del cuerpo o del alma, en los que el hombre experimenta un deleite natural. No sin razón añaden “Apetencia o inclinación natural”. Porque no sólo los sentidos, sino también la razón nos arrastran hacia las cosas naturalmente deleitables. Tales son, por ejemplo, aquellos bienes que podemos conseguir sin causar injusticia, sin perder un deleite mayor o sin que provoquen un exceso de fatiga. Existen, por otra parte, cosas a las que los humanos han dado en atribuir frívolamente placeres al margen de la misma naturaleza. ¡Cómo si los humanos pudieran cambiar tan fácilmente las cosas como las palabras! Con ello, lejos de contribuir a la felicidad, hacen de ellas otros tantos obstáculos a la verdadera felicidad. Tales ilusiones del espíritu le embargan de tal manera que ya no le dan lugar a los auténticos y verdaderos deleites. Hay, en efecto, una multitud de cosas a las que la naturaleza no ha vinculado ningún placer, e incluso ha impregnado de amargura. No obstante, los hombres, presas de una seducción perversa, causada por las peores pasiones, las consideran no sólo como los placeres supremos, sino que además las constituyen en las primeras razones para vivir.

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En esta especie de placer adulterino, sitúan los utopianos la vanidad de aquellos de quienes ya hablé y que se figuran valer tanto más cuanto mejor visten. Su vanidad es doblemente ridícula. No son menos fatuos cuando piensan que es mejor su toga que cuando se figuran que lo son ellos mismos. ¿Cuál es la ventaja -si del vestido se trata- de una lana más fina sobre una más basta? Pero estos insensatos se engallan y se imaginan que la tela da a su persona un prestigio no despreciable, como si se distinguieran de los demás por la excelencia de su naturaleza y no por su engaño. Llegan hasta exigir, en atención a la elegancia del vestido, honores que no se atreverían a esperar con un atuendo menos costoso y se indignan cuando se pasa ante ellos con indiferencia.

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¿No es acaso también signo de imbecilidad el estar preocupado por honores vanos y baladíes? ¿Qué placer natural y verdadero puede ofrecer la testa descubierta de otro hombre o inclinado de rodillas? ¿Te cura acaso los dolores de tus rodillas? ¿O te quita el dolor de cabeza?

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Dentro de este marco de placeres equivocados, hay que situar a los que se entregan dulcemente a sus manías de nobleza. Se felicitan de que la suerte les haya hecho nacer de una larga línea de antepasados considerada como rica. Pues no otra cosa es la nobleza al presente: una nobleza rica, sobre todo en latifundios. Y no se consideran un pelo menos nobles, porque sus mayores no les dejaron nada, o porque ellos hayan dilapidado su herencia.

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Con el mismo aire de nobleza consideran a todos aquellos que, como dije, se dejan fascinar por las gemas y perlas preciosas. Si llegan a conseguir una de esas particularmente bella y rara, altamente cotizada en su país y en su tiempo, se creen unos dioses. ¡Porque la misma piedra no conserva siempre y en todas partes el mismo valor! No las compran si no están desnudas y desprovistas de oro. Y no se contentan con esto. El vendedor tiene que certificar bajo juramento y caución que se trata de una gema y piedra verdaderas. Tan preocupados están porque sus ojos les hagan ver una piedra auténtica donde hay una falsa. Y yo pregunto: ¿Qué placer puede haber en mirar una piedra natural más que a una artificial, si el ojo no puede captar su diferencia? Para ti, lo mismo que para un ciego, ambas habrán de tener el mismo valor.

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¿Y qué decir de esos avaros que acumulan riquezas sobre riquezas, no para utilizarlas, sino para regodearse ante el metal amontonado? ¿Experimentan el verdadero placer o más bien son presa de una quimera? ¿Qué pensar de los que son víctima del defecto contrario, escondiendo el oro del que no se servirán nunca y que quizás ya no volverán a ver? No ven su dinero, y el temor de perderlo hace que lo pierdan definitivamente. Enterrar el oro ¿no es acaso sustraerlo a uno mismo y quizás también a los demás? Saltas de alegría, porque has escondido tu tesoro, y has conseguido lo que querías. Pero supongamos que un ladrón se apodera de este tesoro confiado a la tierra. Supongamos también que tú mueres diez años después, sin saber que te lo han robado. Ahora pregunto: Durante este decenio que sobreviviste al dinero robado: ¿te importó algo que el dinero estuviera robado o conservado? En ambos casos, te reportó el mismo beneficio. […]

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Todas estas cosas, y otras semejantes -su lista sería interminable- que el vulgo considera como placer, quedan rotundamente descartadas por los utopianos.

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(de la obra "Utopía", de Santo Tomás Moro)

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