lunes, 28 de abril de 2008

Un poco de Utopía

[Los utopianos] tienen por principio no discutir jamás sobre la felicidad sin partir de axiomas religiosos o filosóficos, basados éstos en la razón. Sin estos principios, piensan que la razón, abandonada a sí misma, es de suyo roma y débil en la búsqueda de la verdadera felicidad.

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Estos son sus principios: -Que el alma es inmortal. -Que Dios, por pura bondad, la hizo nacer para la felicidad. -Que después de esta vida nuestras virtudes y nuestras buenas acciones serán recompensadas y premiadas. -Que el crimen será castigado con suplicios.

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Aunque estos principios están tomados de la religión, piensan los utopianos que la razón puede llegar a creerlos y a aceptarlos. Si no se aceptaran -afirman sin vacilar- no habría nadie tan estúpido que no pensara que el placer se ha de buscar por todos los medios permitidos o prohibidos. La virtud consistiría, entonces, en elegir el más placentero y estimulante entre dos placeres. Y en huir de aquellos placeres que producen un dolor más fuerte que el gozo que pudieran haber procurado.

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La mayor locura, en efecto, para ellos, sería practicar unas virtudes ásperas y difíciles, renunciar a las dulzuras de la vida, sufrir voluntariamente el dolor, sin esperar nada después de la muerte como recompensa. ¿Qué fruto puede existir si después de la muerte, si has vivido sin placer, es decir miserablemente, no recibes nada a cambio?

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Pero la felicidad, afirman, no está en toda clase de placeres. Se encuentra solamente en el placer bueno y honesto. Nuestra naturaleza tiende, irresistiblemente atraída por la virtud, hacia él como al bien supremo. A esta virtud va vinculada la única felicidad, según los que opinan lo contrario.

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Definen la virtud como “vivir según la naturaleza”. A esto, en efecto, hemos sido ordenados por Dios. Por tanto, el hombre que sigue el impulso de la naturaleza, tanto en lo que busca como en lo que rechaza, obedece a la razón.

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-Según esto: Primero y principalmente, la razón inspira a todos los mortales el amor y la adoración a la Majestad divina, a la que debemos nuestra existencia y nuestra capacidad de felicidad. -Segundo: nos enseña y nos empuja a vivir con la mayor alegría y sin zozobra. Y en virtud de nuestra naturaleza común nos invita a ayudar a los demás a conseguir este mismo fin.

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Nadie, en efecto, por austero e inflexible seguidor de la virtud y aborrecedor del placer que sea, impone trabajos, vigilias y austeridad, sin imponer al mismo tiempo la erradicación de la pobreza y de la miseria de los demás. Nadie deja de aplaudir al hombre que consuela y salva al hombre, en nombre de la humanidad. Es un gesto esencialmente humano -y no hay virtud más propiamente humana que ésta- endulzar las penas de los otros, hacer desaparecer la tristeza, devolverles la alegría de vivir. Es decir, devolverles al placer. ¿Por qué, pues, no habría de impulsar la naturaleza a cada uno a hacerse el mismo bien que a los demás?

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Porque, una de dos, o la vida feliz o placentera es un mal o es un bien. Si es un mal, no solamente no se puede ayudar a los demás a que la vivan, sino que además hay que hacerles ver que es una calamidad y un veneno mortal. Si es un bien, ¿por qué -si existe el derecho y el deber de procurársela a los demás como un bien-, por qué, digo, no comenzar por uno mismo? No hay motivo para ser menos complaciente contigo mismo que con los demás. ¿Puede la naturaleza invitarte a ser bueno con los demás, y a ser cruel y despiadado contigo mismo? Por tanto, concluyen, la naturaleza misma nos impone una vida feliz, es decir, placentera, como fin de nuestros actos. Para ellos, la virtud es vivir según las prescripciones de la naturaleza.

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La naturaleza, siguen pensando, invita a todos los mortales a ayudarse mutuamente en la búsqueda de una vida más feliz. Y lo hace con toda razón, ya que no hay individuo tan por encima del género humano que la naturaleza se sienta en la obligación de cuidar de él solo. La naturaleza abraza a todos en una misma comunión. Lo que te enseña una y otra vez, esa misma naturaleza, es que no has de buscar tu medro personal en detrimento de los demás.

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Por esto mismo, piensan que se han de cumplir no sólo los pactos privados entre simples ciudadanos, sino también las leyes públicas que regulan el reparto de los bienes destinados a hacer la existencia más fácil. Es decir, cuando se trata de los bienes que constituyen la materia misma del placer. En estos casos se han de cumplir tales leyes sea que estén promulgadas justamente por un buen príncipe, sea que hayan sido sancionadas por el mutuo consentimiento del pueblo no oprimido por la tiranía ni embaucado por manipulaciones. Procurar tu propio bien sin violar estas leyes es de prudentes. Trabajar por el bien público, es un deber religioso. Echar por tierra la felicidad de otro para conseguir la propia, es una injusticia. Privarse, en cambio, de cualquier cosa para dársela a los demás, es señal de una gran humanidad y nobleza, pues reporta más bien que el que nosotros proporcionamos. Al mismo tiempo, esta buena obra queda recompensada por la reciprocidad de servicios. Y por otra parte, el testimonio de la conciencia, el recuerdo y el reconocimiento de aquellos a quienes hemos hecho bien producen en el alma más placer, del que hubiera causado al cuerpo el objeto del cual nos privamos. Finalmente, Dios compensa con una alegría inefable y eterna la privación voluntaria de un placer efímero y pasajero. De ello está fácilmente convencida un alma dispuesta a aceptarlo. En consecuencia, bien pensado y examinado todo, siguen pensando que todas nuestras acciones, incluidas todas nuestras virtudes, están abocadas al placer como a su fin y felicidad.

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Llaman placer a todo movimiento y estado del cuerpo o del alma, en los que el hombre experimenta un deleite natural. No sin razón añaden “Apetencia o inclinación natural”. Porque no sólo los sentidos, sino también la razón nos arrastran hacia las cosas naturalmente deleitables. Tales son, por ejemplo, aquellos bienes que podemos conseguir sin causar injusticia, sin perder un deleite mayor o sin que provoquen un exceso de fatiga. Existen, por otra parte, cosas a las que los humanos han dado en atribuir frívolamente placeres al margen de la misma naturaleza. ¡Cómo si los humanos pudieran cambiar tan fácilmente las cosas como las palabras! Con ello, lejos de contribuir a la felicidad, hacen de ellas otros tantos obstáculos a la verdadera felicidad. Tales ilusiones del espíritu le embargan de tal manera que ya no le dan lugar a los auténticos y verdaderos deleites. Hay, en efecto, una multitud de cosas a las que la naturaleza no ha vinculado ningún placer, e incluso ha impregnado de amargura. No obstante, los hombres, presas de una seducción perversa, causada por las peores pasiones, las consideran no sólo como los placeres supremos, sino que además las constituyen en las primeras razones para vivir.

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En esta especie de placer adulterino, sitúan los utopianos la vanidad de aquellos de quienes ya hablé y que se figuran valer tanto más cuanto mejor visten. Su vanidad es doblemente ridícula. No son menos fatuos cuando piensan que es mejor su toga que cuando se figuran que lo son ellos mismos. ¿Cuál es la ventaja -si del vestido se trata- de una lana más fina sobre una más basta? Pero estos insensatos se engallan y se imaginan que la tela da a su persona un prestigio no despreciable, como si se distinguieran de los demás por la excelencia de su naturaleza y no por su engaño. Llegan hasta exigir, en atención a la elegancia del vestido, honores que no se atreverían a esperar con un atuendo menos costoso y se indignan cuando se pasa ante ellos con indiferencia.

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¿No es acaso también signo de imbecilidad el estar preocupado por honores vanos y baladíes? ¿Qué placer natural y verdadero puede ofrecer la testa descubierta de otro hombre o inclinado de rodillas? ¿Te cura acaso los dolores de tus rodillas? ¿O te quita el dolor de cabeza?

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Dentro de este marco de placeres equivocados, hay que situar a los que se entregan dulcemente a sus manías de nobleza. Se felicitan de que la suerte les haya hecho nacer de una larga línea de antepasados considerada como rica. Pues no otra cosa es la nobleza al presente: una nobleza rica, sobre todo en latifundios. Y no se consideran un pelo menos nobles, porque sus mayores no les dejaron nada, o porque ellos hayan dilapidado su herencia.

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Con el mismo aire de nobleza consideran a todos aquellos que, como dije, se dejan fascinar por las gemas y perlas preciosas. Si llegan a conseguir una de esas particularmente bella y rara, altamente cotizada en su país y en su tiempo, se creen unos dioses. ¡Porque la misma piedra no conserva siempre y en todas partes el mismo valor! No las compran si no están desnudas y desprovistas de oro. Y no se contentan con esto. El vendedor tiene que certificar bajo juramento y caución que se trata de una gema y piedra verdaderas. Tan preocupados están porque sus ojos les hagan ver una piedra auténtica donde hay una falsa. Y yo pregunto: ¿Qué placer puede haber en mirar una piedra natural más que a una artificial, si el ojo no puede captar su diferencia? Para ti, lo mismo que para un ciego, ambas habrán de tener el mismo valor.

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¿Y qué decir de esos avaros que acumulan riquezas sobre riquezas, no para utilizarlas, sino para regodearse ante el metal amontonado? ¿Experimentan el verdadero placer o más bien son presa de una quimera? ¿Qué pensar de los que son víctima del defecto contrario, escondiendo el oro del que no se servirán nunca y que quizás ya no volverán a ver? No ven su dinero, y el temor de perderlo hace que lo pierdan definitivamente. Enterrar el oro ¿no es acaso sustraerlo a uno mismo y quizás también a los demás? Saltas de alegría, porque has escondido tu tesoro, y has conseguido lo que querías. Pero supongamos que un ladrón se apodera de este tesoro confiado a la tierra. Supongamos también que tú mueres diez años después, sin saber que te lo han robado. Ahora pregunto: Durante este decenio que sobreviviste al dinero robado: ¿te importó algo que el dinero estuviera robado o conservado? En ambos casos, te reportó el mismo beneficio. […]

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Todas estas cosas, y otras semejantes -su lista sería interminable- que el vulgo considera como placer, quedan rotundamente descartadas por los utopianos.

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(de la obra "Utopía", de Santo Tomás Moro)

domingo, 27 de abril de 2008

Nuestro Papa y el Cardenal Newman

benedicto-xvi

No es ningún secreto que Benedicto XVI siente gran estima por este gigante de la iglesia de Inglaterra.

Ante la inminencia de la reunión del Comité de Consultores Teológicos para la aprobación de un milagro atribuido al Venerable Siervo de Dios y, por lo tanto, la cercanía de su beatificación, transcribimos aquí el testimonio en el que el actual Papa relata cómo conoció la figura de Newman.

En 1990 el entonces cardenal Joseph Ratzinger pronunció un discurso en Roma con motivo del centenario de la muerte del cardenal John Henry Newman. En él decía:

"Cuando en enero de 1946 pude comenzar a estudiar teología en el seminario de la diócesis de Freising, que por fin había vuelto a abrir sus puertas después de los desastres de la guerra, se decidió que nuestro grupo tuviera como prefecto a un estudiante más veterano, que ya antes de empezar la guerra había comenzado a trabajar en una disertación sobre la teología de la conciencia de Newman. Durante los años de su ocupación en la guerra no había abandonado este tema, que ahora volvía a retomar con nuevo entusiasmo y nuevas energías. Desde el primer momento nos unió una amistad personal, que se concentraba completamente alrededor de los grandes problemas de la filosofía y la teología. Ni que decir tiene que Newman estaba siempre presente en este intercambio. Alfred Läpple, pues era él el prefecto antes mencionado, publicó luego en 1952 su disertación, con el título El individuo en la Iglesia. La doctrina de Newman sobre la conciencia se convirtió entonces para nosotros en el fundamento de aquel personalismo teológico, que nos atrajo a todos con su encanto. Nuestra imagen del hombre, así como nuestra concepción de la Iglesia, se vieron marcadas por este punto de partida..."

Discurso completo


sábado, 26 de abril de 2008

Compendio de Teología III

CAPÍTULO XXV
No hay sinonimia en las diferentes denominaciones aplicadas a Dios.

De lo dicho podemos deducir las siguientes conclusiones: primera, que los diferentes nombres aplicados a Dios, aunque signifiquen una misma cosa en sí, no son, sin embargo, sinónimos. Para que ciertos nombres sean sinónimos, es necesario que signifiquen la misma cosa y representen la misma concepción del entendimiento: es así que cuando una cosa está designada según las diversas relaciones o concepciones que de ella tiene la inteligencia, no hay sinonimia, porque no hay identidad perfecta de significación, supuesto que las palabras significan inmediatamente las concepciones de la inteligencia, que son las semejanzas de las cosas; luego como las diversas denominaciones aplicadas a Dios significan las diferentes concepciones de nuestra inteligencia con relación a Dios, es evidente que no son sinónimas, aun cuando significan absolutamente una misma cosa.

CAPÍTULO XXVI
Lo que está en Dios no puede ser definido por las definiciones de estos nombres o denominaciones.

La segunda consecuencia es que no pudiendo nuestra inteligencia abarcar perfectamente la esencia divina por medio de ninguna de las concepciones significadas por las denominaciones aplicadas a Dios, es imposible que lo que está en Dios sea definido por las definiciones de estos nombres, como si, por ejemplo, creyéramos que la definición de la sabiduría era la definición del poder divino, y así en todo lo demás. Aun podemos presentar otra prueba. Toda definición está basada en el género y las diferencias; la especie es propiamente el objeto de la definición; es así que la esencia divina no puede ser contenida, ni en género ni en especie alguna, según hemos demostrado antes, luego no puede formularse ninguna definición de la esencia divina.

CAPÍTULO XXVII
Las denominaciones aplicadas a Dios y a otras cosas no están tomadas en sentido unívoco o equívoco.

La tercera consecuencia es que las denominaciones aplicadas a Dios y a otras cosas, no están tomadas ni en un sentido completamente unívoco ni totalmente equívoco. No pueden pues tomarse en sentido equívoco, porque la definición de lo que es predicado de la criatura no puede ser la misma que la definición de lo que es predicado de Dios, siendo como es necesario que las cosas tomadas en un sentido unívoco, tengan una definición idéntica. Tampoco pueden ser tomadas en un sentido completamente equívoco. En efecto: en las cosas que son casualmente equivocas se impone el mismo nombre a una, sin consideración alguna a la otra, y esto hace que no pueda juzgarse de una cosa por otra; pero las denominaciones aplicadas a Dios y a otras cosas son atribuidas a Dios, en virtud de ciertas relaciones que Dios tiene con estas cosas, y en las cuales la inteligencia observa su significación, resultando de aquí que podemos juzgar y raciocinar de Dios por medio de otras cosas. No es, por consiguiente, en sentido completamente equivoco la aplicación que de estas denominaciones hacemos a Dios y a otras cosas, como sucede en las que son equívocas, por efecto de la casualidad. Estas denominaciones se aplican a Dios por analogía, es decir, en virtud de ciertas relaciones. En efecto; por la misma razón que comparamos las demás cosas a Dios, como a su primer origen, le atribuimos las denominaciones que significan las perfecciones de estas mismas cosas. Queda, pues, probado que estas denominaciones, en cuanto a la cosa significada por el nombre, son aplicadas anteriormente a Dios, del cual emanan las perfecciones de las demás criaturas, aunque en cuanto a la imposición del nombre se apliquen anteriormente a las cosas, en atención a que la inteligencia que impone la denominación se eleva de las criaturas a Dios.

CAPÍTULO XXVIII
Dios debe ser inteligente.

Probemos ahora que Dios es inteligente. Todas las perfecciones de los seres preexisten en Dios de una manera superabundante, según se demostró antes: es así que entre las perfecciones todas es la primera la inteligencia activa, supuesto que las cosas intelectuales aventajan a las demás; luego necesario es que Dios sea inteligente. Además, y lo hemos demostrado también, Dios es un acto puro sin mezcla alguna de potencialidad, al paso que la materia es el ser en potencia; luego es necesario que en Dios no haya de modo alguno materia: es así que la inmunidad y exención de la materia es la causa de la facultad intelectual, cuyo signo es hacer actualmente inteligibles las formas materiales, por lo mismo que están abstraídas de la materia y de las condiciones de la materia; luego Dios es inteligente. Por otra parte, Dios es el primer motor: es así que el movimiento parece ser propio de la inteligencia, porque la inteligencia usa de todas las demás cosas como de instrumento para el movimiento, y así sucede que el hombre, por medio de su inteligencia, se sirve como de instrumentos, de los animales, de las plantas y de todas las cosas inanimadas; luego necesario es que Dios, que es el primer motor, sea inteligente.

CAPÍTULO XXIX
La facultad intelectual no existe en Dios ni en potencia ni en hábito. Sino en acto.

Como nada se encuentra en Dios que esté en potencia, sino únicamente en acto, necesario es que Dios sea inteligente; pero no en potencia ni en hábito, sino solamente en acto; de donde resulta con la mayor claridad que Dios, en el ejercicio de esta facultad, no sufre sucesión alguna. En efecto; siempre que la inteligencia obra sucesivamente sobre muchos objetos, es necesario que en tanto que obra actualmente sobre una cosa, obre en potencia sobre otra; porque no hay sucesión en las cosas que existen simultáneamente; luego si el entendimiento divino no está nunca in potentia, necesariamente está exento de sucesión. De aquí se sigue que Dios lo comprende todo, y que lo comprende por un acto de comprensión simultáneo, que no está sujeto a novedad alguna, porque la inteligencia, que obra de nuevo sobre lo que ya ha sido objeto de su concepción; fue antes inteligencia en potencia. No es menos evidente que la inteligencia de Dios no obra de un modo discursivo para proceder de lo conocido a lo desconocido, a la manera que lo verifica nuestra inteligencia, que siempre procede por medio de laboriosos raciocinios. En efecto; hay acción discursiva en la inteligencia, siempre que procedemos de lo conocido a lo desconocido, o a lo que antes no había sido objeto de nuestra consideración, lo cual no puede verificarse en la inteligencia divina.

CAPÍTULO XXX
La inteligencia no obra en Dios por una especie distinta de su esencia.

De los principios anteriores se deduce claramente, que Dios no ejerce su inteligencia por una especie distinta de su esencia. En efecto; todo entendimiento en quien la acción de entender se verifica por medio de una especie diferente de él mismo, es con respecto a esta especie intelectiva como la potencia es al acto, supuesto que la especie intelectiva es aquella de sus perfecciones que produce el acto de entender; luego si en Dios no hay nada que esté en potencia; luego si en Dios todo es acto puro, necesario es que el acto de entender no se verifique en Él por una especie distinta de su esencia. De aquí resulta que él mismo es el objeto directo y principal de su acción intelectiva. La esencia de una cosa no conduce directa y propiamente al conocimiento de alguna cosa, sino sólo de aquella cosa cuya es la esencia. En efecto; el hombre es conocido por la definición del hombre, y el caballo por la del caballo; luego si Dios es inteligente por su esencia, necesario es que el objeto directo y principal de su inteligencia sea el mismo Dios. Y como Dios es su propia esencia, se sigue que en Dios el ser inteligente, el modo y el objeto de la inteligencia, son absolutamente. una misma cosa.

CAPÍTULO XXXI
Dios es su inteligencia.

Necesario es igualmente que Dios sea su inteligencia. Siendo la inteligencia un acto segundo, todo entendimiento que no es su propia inteligencia, es a su inteligencia como la potencia al acto; porque en el orden de las potencias y de los actos, lo que es anterior está en potencia con respecto a lo posterior, y lo que es último, es complementario, hablando de una misma y única cosa, sin embargo de que suceda lo contrario en cosas diferentes. En efecto: el motor y el agente son, con respecto al movimiento y al acto, lo que el agente es a la potencia. En Dios, que es acto puro, no puede haber comparación de una cosa a otra, como de la potencia al acto. Por consiguiente, Dios es su misma inteligencia. Además: el entendimiento es en cierto modo al acto de entender, lo que la esencia es al ser. Dios ejerce su inteligencia por su esencia: es así que su esencia es su ser; luego su entendimiento es su propia inteligencia. De aquí resulta que, por lo mismo que es inteligente, no hay composición en Él, y que en Él el entendimiento, la acción de entender y la especie intelectiva, son una misma cosa, y todas juntas su misma esencia.

CAPÍTULO XXXII
Es necesario en Dios el ejercicio de la voluntad.

Es también evidente que el ejercicio de la voluntad debe darse en Dios; pues Él se comprende a sí mismo, que es el bien perfecto, según hemos demostrado: es así que el bien comprendido es necesariamente amado, y esto se verifica por medio de la voluntad; luego el ejercicio de la voluntad es necesario en Dios. Además, Dios es primer motor, y el entendimiento no se mueve sino mediante el apetito: es así que el apetito que se fija en un objeto concebido por el entendimiento no es otra cosa que la voluntad; luego el ejercicio de la voluntad es necesario en Dios.

CAPÍTULO XXXIII
La voluntad de Dios no es otra cosa que su inteligencia.

Es evidente que la voluntad de Dios no debe ser diferente de su inteligencia. En efecto: siendo el bien comprendido objeto de la voluntad, determina esta voluntad y es acto y perfección de ella. En Dios, según ya se ha demostrado, el principio y el objeto del movimiento, la potencia y el acto, la perfección y la cosa perfectible, son una misma cosa, y es por consiguiente necesario que en Dios la voluntad no sea una cosa diferente del objeto mismo de la concepción intelectual. Es así que la inteligencia divina es lo mismo que su esencia; luego la voluntad divina no es otra cosa que su inteligencia y su esencia. Además, las principales perfecciones en las cosas creadas son la inteligencia y la voluntad, y su indicio o carácter es el encontrarse en los seres más nobles. Es así que las perfecciones de las cosas son en Dios una cosa con su esencia; luego en Dios la inteligencia y la voluntad están identificadas a su esencia.

CAPÍTULO XXXIV
La voluntad de Dios es su propia volición.

Lo dicho prueba también que la voluntad divina no es otra cosa que la misma volición de Dios. En efecto: la voluntad divina es lo mismo que el bien querido por Dios: es así que no podría suceder esto si la voluntad fuera en Dios un acto diferente de la volición, puesto que la volición procede de la voluntad, por medio del objeto querido; luego la voluntad en Dios es lo mismo que su propia volición. Además, la voluntad de Dios, su entendimiento y su esencia, son una misma cosa: es así que el entendimiento de Dios es su propia inteligencia, y que su esencia es su ser; luego necesariamente su voluntad es su volición. De este modo resulta claramente que la voluntad de Dios no repugna a su simplicidad.

jueves, 24 de abril de 2008

Beatificación del Cardenal Newman

Con gran expectativa, los católicos esperamos que muy pronto el Santo Padre Benedicto XVI anuncie la beatificación del Cardenal Newman. Transcribimos aquí este interesante artículo sobre su vida.


JOHN HENRY NEWMAN: DESDE LAS SOMBRAS
por Cristóbal Orrego Sánchez


Fuente:http://humanitas.cl/html/biblioteca/articulos/d0046.html

La vida del Venerable John Henry Cardenal Newman arroja luces cada vez más potentes sobre la época que a nosotros nos toca vivir. Los dos siglos transcurridos desde su nacimiento agigantan la figura de quien ha sido uno de los pensadores católicos más influyentes en el mundo anglosajón. ¿De dónde esta influencia? ¿Por qué tanta actualidad? El repaso de su biografía y de algunos acontecimientos especialmente comprometidos de su aventura intelectual puede ayudar a responder estas preguntas. Pero la explicación última de su influjo y de su actualidad se resume en que correspondió lealmente a un requerimiento divino a la vez íntimo y generacional: llevar su propia alma y la cultura de su época —especialmente la cultura católica minoritaria— desde las sombras y las imágenes de un orden establecido, inconscientemente alejado de Dios, hacia la verdad plena custodiada en la Iglesia de Roma.


Su vida hasta el Movimiento de Oxford


John Henry Newman nació en la City de Londres el 21 de febrero de 1801. Primogénito de Jemima Fourdrinier —de familia francesa hugonota establecida en Londres— y de John Newman, banquero, tuvo una primera conversión religiosa a la edad de 15 años, cuando decidió tomarse su vida cristiana en serio y abrazar el celibato apostólico. En diciembre de 1816 se matriculó en Trinity College, Oxford. Tras graduarse obtuvo una beca como Fellow de Oriel College (1822). Se ordenó presbítero de la Iglesia Anglicana (1825) y fue párroco de Santa María en Oxford.
En 1832 comenzó un viaje por el sur de Europa. Desde su paso por Roma comenzó a abrigar sentimientos de mayor cercanía hacia el catolicismo, siendo aún muy crítico (en su juventud había llegado a identificar al Papa con el Anticristo). A su regreso, en julio de 1833, dio inicio al Movimiento de Oxford, junto con John Keble, Hurrel Froude y otros clérigos anglicanos, decididos a defender la unión Iglesia-Corona contra los disidentes y, al mismo tiempo, a conseguir para la Comunión Anglicana la plena libertad respecto de las autoridades civiles, y a renovarla como parte de la Iglesia “católica”, según la teoría de las tres ramas —anglicana, ortodoxa y romana— de la Iglesia Universal. Publicaron los “Tracts for the Times against Popery and Dissent” (90 en total; 26 de Newman)[1], defendiendo la “Vía Media”, esto es, que la Iglesia Anglicana es el justo medio entre dos extremos viciosos, el protestantismo y el papismo. Sin embargo, la fuerte defensa newmaniana del carácter “católico” del anglicanismo —contra la infiltración de protestantismo popular— tuvo una expresión escandalosa en el Tracto 90 (1841), que fue interpretado como una traición a la Iglesia de Inglaterra. No era tal la intención del autor, pero la jerarquía anglicana exigió poner fin a los tractos, y ése fue el último. De hecho, muchos anglicanos venían pasando a la Iglesia católica por influencia del sector romanizante del Movimiento de Oxford.
Newman predicó su sermón de despedida en la iglesia de Santa María el 25 de septiembre de 1843, tras renunciar debido a la condena general del Tracto 90, pero —además— ya con serias dudas acerca del carácter católico de la Comunión Anglicana. Se inclina cada vez más hacia Roma, contra sus simpatías personales, contra sus más meditadas preferencias, contra todos sus lazos familiares, sociales e intelectuales; contra lo que ha escrito y defendido por décadas.


Una conversión a contrapelo


La conversión de John Henry Newman al catolicismo es comparable, en cuanto a la personal resistencia interna y a los intentos de evasión —intentos llevados hasta el límite permitido por la conciencia cristiana—, al martirio de Tomás Moro, quien también puso todos los medios honestos para evitarlo. Poco antes de dar el paso definitivo, escribía a su hermana Jemima:
“No advierto otra razón que no sea un sentido de riesgo inquietante para mi alma si permanezco donde estoy. Una convicción clara de la sustancial identidad entre cristianismo y sistema romano ocupa mi mente desde hace tres años. Hace más de cinco que tal idea se insinuó, aunque luché contra ella y de momento la vencí. Pienso que todos mis sentimientos y deseos están en contra de efectuar cambios. Nada accidental me atrae hacia fuera de donde me hallo. Apenas he asistido a cultos romanos; no conozco a católicos en el extranjero. No me atraen como grupo. Me dispongo, sin embargo, a dejar todo...”.
El prestigioso profesor oxoniense —figura prominente del anglicanismo— fue recibido en la Iglesia católica el 9 de octubre de 1845. Los acontecimientos que llevaron a este desenlace pueden resumirse en tres golpes a su alma: el tercero, el proyecto de crear un obispado anglicano en Jerusalén con jurisdicción sobre anglicanos, calvinistas y luteranos, iniciativa de un irenismo liberal —indiferentismo religioso— que le llevó a pensar que la Comunión Anglicana quizás no era parte de la Iglesia Católica; el segundo, la fuerte censura de los obispos anglicanos contra él y su Movimiento de Oxford; el primero —con mucho—, una operosa transformación interior que maduró desde el centro de su estudio de la Historia de la Iglesia y de su defensa de la Vía Media. En efecto, ya en 1833 había publicado Los Arrianos del siglo IV; pero desde 1839, traduciendo obras de San Atanasio que publicaría en 1841 y 1844, había comprendido que la controversia con ocasión de la herejía arriana presentaba un inquietante paralelismo con la controversia, que él mismo alimentaba, sobre las relaciones entre la Iglesia Romana y las comunidades resultantes de la crisis del siglo XVI.
Desde el punto de vista de sus relaciones con el dogma cristiano, de sus modos de argumentar, de su respeto por la Escritura y la Tradición, etc., los arrianos puros equivalían a los actuales protestantes; los semi-arrianos ocupaban —he aquí lo inquietante— exactamente la Vía Media, y los católicos romanos estaban en el lugar que habían ocupado siempre.
En síntesis, los supuestos “añadidos” y “exageraciones” de la Iglesia de Roma, su alejamiento de las fuentes evangélicas, etc., eran los “defectos” que le achacaban entonces los herejes (y ha sido un lugar común en todos los cismas desde el siglo II), mientras Roma permanecía —entonces como ahora— en su tesis de que no hacía más que custodiar y profundizar un depósito revelado inmutable. Inmutable pero inagotable. Newman comenzó a trabajar en el problema del desarrollo de la doctrina cristiana, que también se le planteaba como anglicano, y, durante la redacción del ensayo que se publicaría en 1845, leyendo directamente obras de autores católicos como San Alfonso María de Ligorio, llegó a la conclusión de que los desarrollos romanos, abiertos a las particularidades de las diversas culturas y lugares, eran homogéneos y legítimos. En consecuencia, la verdad estaba en Roma y no en la Vía Media, para él tan querida.
Tras una confesión general, fue bautizado bajo condición y recibido en la Iglesia por el sacerdote pasionista Domenico Barberi[2]. En 1947 fue ordenado sacerdote en Roma. A su regreso estableció el Oratorio de San Felipe Neri en Inglaterra, primero en Birmingham y más tarde en Londres.
Vive pobremente —nadie lo sabe, pero debe viajar a Londres con dinero prestado, no tiene para comprar zapatos, y le duele... dar poco en limosnas (¡!)—, entregado a la misión pastoral del Oratorio: predicación ardiente y serena —especialmente dirigida a lograr la conversión tanto de los anglicanos al catolicismo como de los católicos a una vida consecuente con su fe—, horas y horas en el confesonario y catequesis, dejando tiempo para el estudio y la atención de su abundante correspondencia —Newman escribió más de diez mil cartas, muchas de ellas decisivas para la conversión incluso de personas que poco lo conocían directamente—. El Fundador del Oratorio en Inglaterra pone un énfasis especial —no presente en San Felipe Neri— en recuperar para la Iglesia los sectores cultos del país, adaptando a ese objetivo el estilo de la predicación y promoviendo, más adelante, colegios privados.


Defensa de la fe y una condena injusta


Con su entrada en la Iglesia, Newman había suscitado una gran conmoción entre los anglicanos. Desde 1845 escribió y predicó para mostrar que la Iglesia de Inglaterra no era una continuación legítima de la Iglesia fundada por Cristo, sino un invento legal del poder político. De hecho, pensaba que Anglicanismo y Catolicismo eran dos religiones distintas.
Aunque recomendaba, a sus amigos anglicanos, meditar con calma una posible conversión, que debía ser suscitada desde dentro por la gracia, al mismo tiempo les urgía —inequívocamente— a dar ese salto de la fe apenas vieran la verdad del sistema romano, pues de lo contrario —perdida la buena fe en su error— arriesgaban seriamente su salvación eterna. Esta labor intelectual y apostólica, unida a un nuevo modo de hacer Teología, no fue siempre bien comprendida ni por los anglicanos ni por algunos sectores católicos. Por eso, Father Newman se alegró al recibir —claro indicio de respaldo a su trabajo y a la solidez de su teología— el nombramiento como Doctor en Sagrada Teología por Pío IX[3] (1850). El año 1829, el Parlamento había otorgado la emancipación civil de los católicos. En 1850, la Santa Sede restauró la Jerarquía ordinaria de la Iglesia Católica en Inglaterra (Bula Universalis Ecclesiae). El hecho, aunque esperado, fue visto como una “agresión papal”. Además de la violencia verbal y a veces física del pueblo contra los católicos en general, el recién creado Cardenal Wiseman y el emblemático Newman fueron blanco de frecuentes ataques personales por la prensa. En 1851 Newman dictó una serie de conferencias destinadas a remover algunos de los prejuicios morales e intelectuales que impedían, a la mayor parte de los ingleses, prestar atención a lo que los católicos tenían que decir. En una de esas intervenciones, el orador se permitió denunciar —fiado de la información del Cardenal Wiseman— la campaña anticatólica de un apóstata italiano (Achilli), diciendo que éste había sido condenado en Roma por delitos de corrupción cometidos con mujeres jóvenes. El ex fraile Achilli inicia un proceso contra Newman, por calumnia, en el cual tanto el jurado como los miembros del tribunal están mal dispuestos en su contra. Aunque Wiseman no consigue proporcionar las pruebas de su acusación, Mary Giberne convenció a las mujeres víctimas de Achilli de atestiguar en Inglaterra la veracidad de los dichos de Newman. Entre tanto, católicos de todas partes del mundo habían enviado los fondos necesarios para costear la defensa judicial. Todo en vano, porque el jurado declaró culpable a Newman y el tribunal lo condenó a pagar una multa de cien libras. La victoria moral de Newman fue, no obstante, clara, como puede colegirse del hecho de que The Times —uno de los periódicos promotores del escándalo por la restauración de la Jerarquía— calificara el proceso de “indecoroso en su naturaleza, insatisfactorio en sus resultados y muy poco apto para aumentar el respeto del pueblo hacia la administración de justicia”.


La Universidad y los fieles laicos


Entre 1851 y 1858, Newman pone todos sus esfuerzos en la tarea de fundar, como primer Rector, la Universidad Católica de Dublín. La claridad de sus ideas sobre cómo debía ser la auténtica formación universitaria —científica y teológica, reconociendo la grandeza de la educación a la vez que sus límites y la necesaria ayuda de la fe— se refleja en las conferencias de La Idea de una Universidad (1859). Sin embargo, el Rector, inglés y converso, encontró serios obstáculos prácticos para llevar adelante sus ideas en Irlanda, donde no contaba con el apoyo de todos los obispos. Entre otras cosas, el insigne educador proponía una educación liberal dirigida a cultivar la inteligencia —no directamente a la formación de la voluntad ni a la formación religiosa—, abierta a ser perfeccionada por la Teología y, en realidad, necesitada, en la práctica, de la fe católica. El planteamiento, no obstante los matices, pareció a algunos poco ortodoxo. También chocó con la mentalidad de la época —increíblemente persistente hasta nuestros días— su talante “anticlerical”, el de un gentleman inglés —sacerdote, ciertamente, sin fisuras— que proponía nombres de fieles laicos para regir la Universidad o para llevar sus finanzas o para otros cargos. Algunos temían que así podrían perderse el control jerárquico de la institución.
Su renuncia fue aceptada en 1859.
Ese mismo año, la revista católica The Rambler, de tono agresivo en general y, de modo especial, crítico para con la Jerarquía, alimentó un conflicto soterrado que no llegó a provocar una censura formal gracias a la mediación de Newman y, en definitiva, a su aceptación de dirigir la publicación para enmendar rumbos. No duró mucho su buena intención, pues en mayo sugirió la idea de que la Jerarquía podría consultar a los laicos en temas que les afectan especialmente —se trataba de juzgar algunas políticas sobre la enseñanza—, y chocó con el clericalismo de la época. Newman tuvo que renunciar, pero ya estaba en prensa un artículo suyo (“On Consulting the Faithful in Matters of Doctrine”), más desarrollado, que aparecería en julio, explicando la doctrina hoy común —también entre los Padres de la Iglesia, bien conocidos por Newman— del “sensus fidelium” indefectible en materias de fe y moral[4], además del aporte posible de los laicos en materias prudenciales. Un obispo le acusó de herejía, ante lo cual el ilustre converso se mostró dispuesto a aceptar toda doctrina católica que hubiese sido violentada por lo que estimaba “en el peor de los casos, un lapsus de la pluma deslizado en un irrelevante y no-teológico estudio”, cosa innecesaria después de aclararse el malentendido en Roma.


La Apologia Pro Vita Sua


El año 1864, Charles Kingsley —clérigo anglicano, capellán de la Reina, tutor del príncipe de Gales, prestigioso escritor y profesor de Cambridge— publicó un artículo en que acusaba a Newman de sostener que la verdad no era una virtud necesaria del clero romano, “que el engaño inteligente es el arma entregada por el Cielo a los santos, para resistir la fuerza bruta y masculina del malvado mundo”.
La inusitada calumnia dio origen a un intercambio epistolar y, finalmente, ante la insistencia de Kingsley, a una de las mejores obras de Newman, la Apologia Pro Vita Sua, que contiene la historia de sus opiniones religiosas —especialmente de su conversión— y defiende, con honestidad no exenta de emoción, el camino de su vida desde el anglicanismo —tratado con respeto, con cariño a los amigos— hacia la plenitud de la verdad católica. La Apologia fue leída con admiración por los católicos —llovieron cartas de felicitación y agradecimiento— y con respeto por los anglicanos y protestantes, que reconocieron la magnanimidad de quien se había hecho católico sin despreciar la religión en la que había vivido. Esta obra reanimó sus relaciones cordiales con sus antiguos compañeros del Movimiento de Oxford, como John Keble —fallecido poco después de su reunión con Newman— y Edward Pusey.
A partir de 1866, trabajó en su Gramática del Asentimiento, publicada en 1870. Una de las obras más difíciles de Newman, contribuyó a fundamentar la armonía entre la fe y la razón, cuestión sobre la que trataría más tarde el Concilio Vaticano I y que estará en el centro de la crisis contemporánea de la cultura hasta nuestros días. Entre otros aciertos, muestra que la certeza de la fe puede darse y ser plenamente razonable también en las personas que, por impedimentos de edad o de cultura, no pueden articular explícitamente las razones subyacentes a su asentimiento.


La infalibilidad del Papa y la libertad de las conciencias


John Henry Newman celebró como “una gran idea” la convocatoria del Concilio Vaticano I, aunque declinó las invitaciones a participar en él. Escribió: “Soy demasiado viejo para esta tarea, en varios aspectos (...). Soy además de esos hombres cuya vocación no se encuentra en esta clase de asambleas eclesiásticas”.
Él miraba con cierta inquietud una posible definición dogmática de la infalibilidad papal. Aunque aceptaba esta verdad desde su conversión, como parte de la revelación, preveía la dificultad de explicarla en un contexto en que muchos autores —erróneamente, como se vio después— atribuían infalibilidad y carácter ex Cathedra a casi cualquier actuación pontificia. Se podría decir que Newman se oponía a la declaración del dogma por razones prudenciales, porque —afirma— “todos nos encontramos tranquilos y sin albergar duda alguna, manteniendo en la práctica —y no digamos ya en la doctrina— que el Santo Padre es infalible”, pero muchos católicos —no él— se veían inquietados por la amenaza de una definición exorbitante.
Antes del Concilio, Newman escribió: “Si la Iglesia dice algo en el próximo Concilio sobre la infalibilidad papal, lo hará con una formulación tan estricta y medida y con tantas salvaguardas, condiciones, etc., que añadirá poco a lo que ahora se sostiene. Y lo explicará y delimitará de modo que no pueda aplicarse a casos como el del Papa Honorio. No será, desde luego, como imaginan algunos protestantes, la declaración de que cuanto dice el Papa es infalible”. Así, en efecto, sucedió. También escribió confidencialmente a su obispo: “Si es Voluntad de Dios que se defina la Infalibilidad del Papa... siento entonces que debo solamente inclinar mi cabeza ante su adorable Providencia”. Y así lo hizo. De hecho, después de la declaración no sólo la aceptó, sino que la explicó, la defendió, y mostró que, más allá de sus opiniones previas, era prudente lo que la Providencia así establecía en sus designios.
Sin embargo, esa posición suya contraria a la declaración del dogma —no a su verdad—, unida a su opinión de que el poder temporal del Papa era un hecho histórico que no pertenecía a la esencia de la doctrina católica —Newman preveía su término— y a su deseo de una renovación de la Teología en la Iglesia, dio pie a que Ignaz von Döllinger[5] le enviase una invitación a expresar públicamente una crítica contra el Concilio. No sabía con quién trataba. Newman rehusó el ofrecimiento, y, en realidad, estuvo siempre lejos de los católicos liberales que se oponían a la Sede de Pedro, sin incurrir por eso en los excesos de algunos ultramontanos que atribuían a las actuaciones del Santo Padre un alcance que nadie en Roma sospechaba.
Pocos años después, en 1874, Newman salió en defensa de la libertad de las conciencias ante las opiniones del influyente político liberal anglicano William Gladstone, predecesor de Disraeli como primer ministro. Según Gladstone, las convicciones religiosas católicas exigían someter la lealtad ciudadana a autoridades extranjeras —secundar las pretensiones políticas del Papado— y renunciar a la libertad moral e intelectual. El Duque de Norfolk, además de muchos otros católicos, pidió a Newman una respuesta. La Carta al Duque de Norfolk (1875) reconoce que entre los católicos hay algunos que escriben de manera extrema sobre estas materias, pero defiende la libertad de los cristianos en materias temporales y su lealtad como súbditos, ajena a todo servilismo. Pero así como delimita el deber de obediencia al Papa —sólo en materia de fe y moral y en la disciplina eclesiástica, no temporal—, afirma claramente la libertad de las conciencias también ante el Estado y el deber de los católicos de obedecer al Papa en caso de una ley injusta: “Digo sin ambages que si el Estado me exige hacer en una cuestión de culto lo que el Papa me prohíbe, he de obedecer al Papa, y no pensar que cometo un pecado si uso todo mi poder e influencia como ciudadano para impedir que esa ley se vote, o para abrogarla si ya se hubiera votado y promulgado”.
Newman defendía la libertad de las conciencias rectamente entendida, aceptando y explicando las condenas pontificias —en las encíclicas Mirari Vos (1832) y Quanta Cura (1864)— de la falsa libertad de conciencia propia del liberalismo, “libertad” vinculada con el indiferentismo religioso y con la negación de los derechos del Creador. La misma autoridad del Papa, como Vicario de Cristo, puede ser eficaz en los fieles en la medida en que cada uno le obedece movido por la voz de Dios que resuena en su conciencia. “La conciencia es el primero (aboriginal) de los vicarios de Cristo”[6]. Lejos de oponerse, por tanto, la autoridad y la conciencia se reclaman mutuamente.
William Gladstone y Newman no rompieron su amistad. El ex primer ministro haría, años más tarde, en Oxford, un homenaje a su contradictor: “El doctor Newman ejerció a partir de 1833, por un período de diez años, un alto grado de influencia, de influencia absorbente, sobre los intelectos más elevados de esta Universidad. Fue un influjo que no tiene paralelo en la historia académica de Europa, salvo que nos traslademos al siglo XII o a la Universidad de París. Sabemos como esta influencia suya estaba apoyada por su extraordinaria pureza de carácter y santidad de vida. Conocemos también la catástrofe —no puedo llamarla de otro modo— que siguió después...”.
El efecto de las recientes intervenciones apologéticas de Newman fue de crecimiento en su ascendiente entre los católicos y de una recuperación de sus relaciones con muchos anglicanos, que admiraban de buena fe la magnanimidad de su antiguo condiscípulo. El año 1878, un grupo de Fellows de Trinity College sugirió que Newman fuera nombrado Fellow honorario, y así lo decidió de inmediato el College. Newman aceptó tras consultar con su obispo. El 26 de febrero de 1878, después de treinta y dos años de ausencia ininterrumpida, John Henry Newman visitó la Universidad —vio a su amigo Edward Pusey, a Thomas Short, su tutor en Trinity, ahora anciano...— y participó en una cena en su honor, todo lo cual fue motivo de penas y alegrías.


Príncipe de la Iglesia Romana


León XIII sucedió a Pío IX en la Sede de Pedro en febrero de 1878. Pocos meses después, Henry, XV Duque de Norfolk, uno de los más prominentes nobles católicos en Inglaterra, solicitó a Roma que Newman fuese creado Cardenal. Su petición, a través del Cardenal inglés de la curia romana E. H. Howard, representaba el sentir de muchos católicos, quienes consideraban necesaria una rehabilitación de Newman mediante un respaldo claro de su persona y obra por parte de la Iglesia.
¿Una rehabilitación? Sí: el camino de John Henry Newman después de su conversión estuvo sembrado de conflictos y de tensiones, no sólo por parte de los anglicanos —naturalmente acusaron el golpe de tan doloroso abandono— sino también por parte de otros católicos. En un rápido espigueo —no es posible relatar aquí los detalles—, cabe mencionar los siguientes hechos. Desde el mismo año 1845, su conversión fue recibida con recelo por algunos sectores de católicos tradicionales. Varias veces circularon rumores de que se le negaba la ordenación en Roma, de que se disponía a abandonar la Iglesia —ya en 1846, pero especialmente con ocasión del Concilio—, de que, en fin, su conversión no era sincera y prefería una cierta independencia de Roma. En otro orden de cosas, tanto los cardenales primados de Inglaterra —Wiseman, sucedido por Manning— como algunos conversos ultramontanos —especialmente su antiguo discípulo W. G. Ward— le habían hecho sufrir considerándolo como un hombre poco leal con Roma, el que “transplantaba el tono de Oxford a la Iglesia”, “el hombre más peligroso de Inglaterra”, y hasta —para algunos, mas no para Wiseman o Manning— un “hereje” por defender el papel activo de los fieles laicos en la Iglesia y la vocación a la santidad para muchos —aunque no “para todos”... habría que esperar la proclamación de la vocación universal a la santidad por el Concilio Vaticano II y por sus precursores, como el Beato Josemaría Escrivá—, por su explicación sobria y certera —vista desde el Concilio Vaticano II— del sentido de las condenas pontificias de la “libertad de conciencia”, por sus opiniones —realistas, proféticas— sobre los Estados Pontificios, por su matizada posición sobre la infalibilidad pontificia —ratificada por los términos sobrios del dogma declarado—, por sus incursiones renovadoras en la Teología, siempre sumisas a lo que pudiera aclarar o rectificar el Magisterio de la Iglesia.
En tercer lugar, sobrellevó un doloroso conflicto con William Faber en la fundación del Oratorio en Inglaterra. Ante actuaciones de Faber que transformaban de manera importante la vocación oratoriana, tal como la concebía Newman, éste tuvo que viajar a Roma para zanjar los malentendidos. Peregrinó como penitente —un gesto externo: recorrió Roma descalzo hasta El Vaticano—, pero, tras algunos años, el Oratorio de Londres, a cargo de Faber, hubo de independizarse definitivamente.
No olvidemos, tampoco, los obstáculos que encontró para fundar la Universidad Católica de Irlanda.
En fin, aunque su prestigio entre anglicanos y católicos fue creciendo a medida que sus intervenciones públicas hacían la mejor apología del catolicismo —esa que se hace con respeto por los otros, con humor e ironía suaves, con equilibrio de carácter y de tono—, es menester recordar que esas intervenciones fueron a menudo provocadas por algún tipo de contradicción —su norma era no escribir si no había una causa externa que lo solicitara—.
El Cardenal Manning interpretó unas palabras de Newman sobre su dificultad para residir en Roma como un rechazo del cardenalato, y así lo informó The Times. Tras un esperable revuelo entre los católicos, la situación se aclaró. El Papa León XIII indicó que el nuevo Cardenal no tendría que abandonar su residencia en Birmingham. Manning escribió a Newman: “El Papa me ha indicado decirle a usted que, al elevarle al Sacro Colegio, desea hacer un reconocimiento expreso de sus virtudes y de su saber, así como realizar un acto que sabe será muy grato a los católicos de Inglaterra y a todo el país”. Newman aceptó porque, como escribió en una carta, “el ofrecimiento papal pone fin a todos los comentarios e informes de que mi doctrina no es católica o que mis libros no son fiables... Si hubiera rechazado este honor habría creado la sospecha de que eran ciertos los rumores de ser un católico a medias, que no deseaba comprometerse a una unión estrecha con Roma, y prefería ser independiente”.
Newman se trasladó a Roma sólo para recibir el capelo cardenalicio —lo recibió en el consistorio del 15 de mayo de 1879—, poco después de pronunciar un discurso en el que resumía su carrera como autor cristiano, diciendo, entre otras cosas: “Me alegra decir que desde el principio me he opuesto a un gran mal. Por espacio de treinta, cuarenta, cincuenta años, he resistido con mis mejores energías el espíritu del Liberalismo en religión. El Liberalismo en religión es la doctrina según la cual no existe una verdad positiva en el ámbito religioso, sino que cualquier credo es tan bueno como cualquier otro”. Newman propone, ante un nuevo orden cargado de posibilidades —no sólo de peligros—, la decidida acción de los cristianos y la confianza en Dios, porque “son imprevisibles las vías (...) por las que la Providencia rescata y salva a sus elegidos. (...) Generalmente la Iglesia no hace otra cosa que perseverar, con paz y confianza, en el cumplimiento de sus tareas, permanecer serena, y esperar de Dios la salvación. Mansueti hereditabunt terram et delectabuntur in multitudine pacis”.
La última década de la vida de Newman estuvo rodeada de la admiración y del cariño de toda Inglaterra. Ahora el sufrimiento ya no se debía a la persecución o a las incomprensiones, sino a la pena de sobrevivir a sus más queridos amigos y colaboradores. Hasta el lecho de muerte los acompañó, procurando convertir a quienes temía podían haber perdido la buena fe en su error —como Pusey, quien nunca vio la verdad del catolicismo no obstante ver los defectos de la Iglesia oficial—, predicando en los funerales, escribiendo o dictando su correspondencia. Profetizó la decadencia moral y religiosa que sobrevendría después de su muerte, “un tiempo de extendida infidelidad” y una dura prueba para los católicos, “y aunque cualquier prueba que venga sobre ella [la Iglesia Católica] será sólo temporal, puede ser extraordinariamente difícil mientras dure”. Reeditó algunas de sus obras y preparó los materiales para su biografía —con humildad había pedido que no se hiciera ninguna, pero con humildad también previó que eso era imposible y procuró facilitar un trabajo veraz—. Intervino en cuestiones teológicas sobre la Sagrada Escritura. El 25 de diciembre de 1889, John Henry Newman celebró su última Misa. Meses después, el lunes 11 de agosto de 1890, entregó su alma a Dios. El funeral, en el Brompton Oratory de Londres, fue atendido por católicos y anglicanos procedentes de Inglaterra, Gales, Irlanda y Escocia. El Cardenal Manning, que lo presidió, le rindió un cálido homenaje. Los restos mortales del Cardenal Newman fueron depositados en el cementerio oratoriano de Rednal, cerca de Birmingham, en la misma tumba del que había sido su más cercano y fiel colaborador, Ambrose St. John. El epitafio —compuesto por él mismo— reza: Ex umbris et imaginibus in Veritatem (“Desde las sombras y las imágenes hacia la Verdad”).


Después


Y vino el siglo XX. La triste evolución de la historia dio razón a sus aprehensiones: el proceso secularizador causó estragos en los ámbitos protestantes y anglicanos, y en amplios sectores del catolicismo en Occidente; la Iglesia Católica se vio sometida a durísimas pruebas (modernismo, marxismo “cristiano”, persecuciones abiertas y solapadas, neomodernismo y crisis teológica y moral); el liberalismo en religión llegó a ser parte del sentido común de las masas. La sana Teología de Newman —su tratamiento de la conciencia, su sacerdocio sin clericalismo, su deseo de volver a unir fe y cultura...— encontró un eco en el Concilio Vaticano II. A partir de los años 70, su figura comenzó a destacar con más fuerza, especialmente en ambientes universitarios. El 22 de enero de 1991 la Iglesia declaró que había vivido en grado heroico las virtudes teologales y cardinales, proclamándolo así Venerable. Su santidad de vida —fama de que gozó desde su muerte: “será canonizado en la mente de gente religiosa de todos los credos en Inglaterra”, había dicho el Cardenal Manning— será más solemnemente reconocida con su Beatificación y Canonización, que muchos seguidores esperan y piden con una oración especial.


Oración para obtener la Beatificación

del Venerable John Henry Cardenal Newman


Dios, Padre Nuestro, tu siervo John Henry Newman defendió la fe con su enseñanza y ejemplo. Que su lealtad a Cristo y a la Iglesia, su amor a la Inmaculada Madre de Dios y su compasión por los perplejos, sirvan de guía al pueblo cristiano hoy. Te suplicamos que concedas los favores que te pedimos por su intercesión para que su santidad sea reconocida por todos y la Iglesia lo proclame Santo. Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor. Amén.


Indicación bibliográfica


Una biografía amena y bien documentada es la escrita por José Morales Marín, Newman (1801-1890), Rialp, Madrid 1990. En ella se basa la concisa presentación que hemos preparado con la esperanza de que sea un estímulo al lector para abordar esa biografía y otras, como la de Ian Ker, John Henry Newman: A Biography, Clarendon Press, Oxford 1988. Sin necesidad de sugerir todas sus obras, cuyo elenco puede consultarse en las biografías citadas, cabe recomendar, al menos, la Apologia Pro Vita Sua (ediciones de BAC 1977, de Encuentro 1996 y de Universitaria 1994), los Discursos sobre la Fe (Rialp 1981, traducción de Discourses to Mixed Congregations), los Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria (Eunsa 1996, correspondientes a los discursos de 1852, publicados de nuevo en 1859 como parte de The Idea of A University), su Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana (Rialp 1996 y Universidad de Salamanca 1997) y la célebre Carta al Duque de Norfolk (Rialp 1996, editada con el Ensayo).



[1] Un “tract” es un folleto o panfleto, especialmente de contenido religioso. Los miembros del Movimiento de Oxford convirtieron un soporte material de baja calidad en vehículo de una de las más poderosas conmociones intelectuales de la Inglaterra decimonónica. Por esta especial resonancia de la palabra, la dejamos sin traducir, castellanizándola.
[2] Beato Domenico de la Madre de Dios, beatificado por Pablo VI en 1963.

[3] Beato Pío IX, Papa, beatificado por Juan Pablo II el año 2000.

[4] Newman apoya su enseñanza, entre otras razones, en el hecho de que el mismo Pío IX había consultado al pueblo cristiano sobre la tradición acerca de la Inmaculada Concepción de María, antes de la Definición Dogmática (1854).

[5] Historiador alemán que, junto con otros católicos liberales, se opuso a la doctrina de la infalibilidad pontificia. Terminó abandonando la Iglesia después del Conciclio.
[6] En la misma obra escribió, con sutil ironía: “Ciertamente, si me veo obligado a meter la religión en un brindis de sobremesa (lo cual realmente no parece muy a propósito), brindaré —por el Papa, si les place, —en todo caso, por la Conciencia primero, y por el Papa después”. Estas y otras frases en el mismo sentido han sido utilizadas por algunos modernistas y neomodernistas para poner a Newman entre los precursores del disenso teológico, cosa imposible de pensar si se lee directamente todo su discurso y, más aún, si se observa la conducta de Newman como teólogo. Por lo demás, la frase sobre la conciencia como vicario de Cristo (la voz de Dios) refleja la doctrina de la Iglesia y como tal aparece citada en el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1778.

lunes, 14 de abril de 2008

Compendio de Teología. Santo Tomás de Aquino.

Presentamos aquí los diez primeros capítulos del Compendio, el cual iremos completando en breve.
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
El Verbo del Padre Eterno, comprendiendo en su inmensidad toda las cosas, quiso reducirse a nuestra humilde pequeñez sin despojarse de su majestad, para levantar al hombre caído por el pecado, y remontarle a la excesitud de su divina gloria . Con el fin de que nadie pudiera excusarse de no comprender la doctrina de la palabra divina, encerró en su compendio sucinto, para utilidad y provecho de aquellos que están consignados, ya en los escritos voluminosos de los hombres de la ciencia, ya en los diferentes libros de la Sagrada Escritura. En efecto, la salud del hombre consiste y se funda en el conocimiento de la verdad, conocimiento que le impide caer en los errores que oscurecen la inteligencia humana, y conduciéndole por caminos tortuosos, le arrebatan con este extravío la felicidad verdadera, por falta de observancia de la justicia, mancillándole con una infinidad de vicios. En pocos y sucintos artículos de fe ha compendiado, pues, la enseñanza de la verdadera verdad para la salvación del hombre. Esto es precisamente lo que el Apóstol dice a los romanos, cap. IX: "Palabra abreviada hará el Señor sobre la tierra", y esta es la palabra de fe que nosotros predicamos. Él ha rectificado la intención del hombre por medio de una oración corta en que nos enseñó a orar al mismo tiempo que el punto y fin al que debemos dirigir nuestra intención, y en que debemos fundar nuestras esperanzas; Él ha refundido en un sólo precepto de caridad toda la justicia humana, que consiste en la observancia de la ley; porque el amor es la plenitud de la ley. Por esta razón, dirigiéndose el Apóstol a los Corintios (I Cor., XIII), les enseña que toda la perfección de la vida presente consiste en la fe, la esperanza y la caridad, tres artículos en que se compendia toda nuestra salud; tres cosas en que, como dice San Agustín, está basado el culto de Dios. Con el fin de ofreceros, mi querido hijo Reinaldo, un compendio de la doctrina cristiana que podáis tener siempre a la vista, me propongo tratar en la presente obra de estas tres cosas: primera, de la fe; segunda, de la esperanza; tercera, de la caridad. Este es el orden que nos enseñó el Apóstol, y éste es también el más conforme a la recta razón. En efecto, no puede haber amor puro y recto si no se fija el fin legítimo de la esperanza, ni puede haber esperanza si falta el conocimiento de la verdad. Necesario es, por consiguiente: primero, la fe, que hace conocer la verdad; segundo, la esperanza, que dirige nuestros deseos a su legítimo fin, y tercero, la caridad, que arregla totalmente los afectos.
CAPÍTULO II Orden de las Cuestiones sobre la Fe.
La fe es cierto goce anticipado de aquel conocimiento que nos hace bienaventurados en la felicidad futura. Por esto dice Apóstol que; la fe es la sustancia del objeto de nuestras esperanzas, como operando ya en nosotros el principio de la realización d estas, es decir, la bienaventuranza futura. Nuestro Señor Jesucristo nos ha enseñado que este conocimiento generador de la felicidad consistía en el conocimiento de dos verdades: la divinidad de la Trinidad y la humanidad de Cristo; así es que, dirigiéndose a su Padre, dice: "Esta es la vía eterna; que te conozcan, Dios, etc.". La divinidad de la Trinidad y al humanidad de Cristo son las dos verdades sobre que estriba toda la fe; sin que haya en esto nada que deba causarnos admiración, porque la humanidad de Cristo es la vía por la que se va a Dios. El hombre, por consiguiente, tiene necesidad de conocer, durante su peregrinación, aquel camino recto que ha de conducirlo al fin de su viaje, el reconocimiento y acción de gracias de los elegidos hacia Dios no serian suficientes, Si no conocieran el camino que es principio de su salvación. No fue otra la razón porque el salvador dijo a sus discípulos: "Sabéis a dónde voy, y el camino que allí conduce". Necesario pues, por consiguiente, conocer todas aquellas cosas que se refieren a la Divinidad: primero, al unidad de esencia; segundo, la trinidad de personas; tercero, los efectos de la divinidad.
CAPÍTULO III Hay un Dios.
Lo primero que debemos creer sobre la unidad divina es que hay un Dios, verdad que la misma razón humana percibe con la mayor evidencia. En efecto: vemos que todas las cosas que se mueven son movidas por otras; las inferiores por las superiores, como los elementos por los cuerpos celestes. Entre los mismos elementos, el que es más fuerte mueve al que es más débil;. y en los cuerpos celestes, los inferiores son movidos por los superiores. Esta comunicación de movimientos no puede prolongarse hasta el infinito, porque como todo lo que es movido por otro viene a ser como una especie de instrumento del primer motor, no habiendo primer motor, sería instrumento todo lo que comunicara el movimiento. Si la comunicación del movimiento fuera infinita, necesariamente faltaría el primer motor, y si así fuera, no habría más que instrumentos en esa serie infinita de seres que mueven y son movidos. No hay hombre, por ignorante y sencillo que sea, que no conozca cuán absurdo y ridículo sería suponer que un instrumento tiene actividad propia para moverse, sin haberla recibido de un agente principal; porque esto equivaldría al intento de aquel que se propusiera construir un arca o un lecho dejando que obraran solas la sierra y demás instrumentos sin la acción del carpintero. Es, por consiguiente, absolutamente necesario que haya un primer motor, principio de todo movimiento, y a ese primer motor es al que llamamos Dios.
CAPÍTULO IV Dios es Inmutable.
De lo que acabamos de decir se deduce claramente que así como es necesario que haya un Dios que dé movimiento a todas las cosas, necesario es también que Dios sea inmutable (inmóvil). Sí Dios, que es el primer motor, recibiera movimiento, o lo recibiría de sí mismo, o de un agente entraño. Si Dios recibiera el movimiento de otro agente, habría un motor superior a Él; y esto repugna a la naturaleza de primer motor: y si le recibiera de sí mismo, lo recibiría en virtud de una de estas dos hipótesis: o porque sería motor y movido bajo un mismo concepto o relación, o porque sería motor bajo un concepto y movido bajo otro. La primera de estas hipótesis es imposible; porque todo lo que es movido está por lo mismo in potentia, y todo lo que mueve in actu, y claro es que si Dios fuera motor y movido bajo un mismo concepto o relación, debería estar también bajo la misma relación in potentia et in actu, lo cuál es imposible. Tampoco es admisible la segunda hipótesis: porque si fuese en parte motor y en parte movido, no sería motor suyo de una manera absoluta, sino en virtud de aquella parte suya que tiene la fuerza motriz; es así que lo que es absoluto, o, lo que es lo mismo, lo que es y obra por sí, es anterior y preferente a lo que no lo es; luego no puede ser primer motor suyo, si sólo lo es en virtud de aquella parte que tiene fuerza motriz. De aquí resulta que el primer motor ha de ser entera y absolutamente inmóvil. Lo mismo podemos afirmar considerando las cosas que mueven y son movidas. Todo movimiento precede de un agente inmutable o causa que no tiene en sí un movimiento de la misma naturaleza que el que comunica. Ahí vemos que las alteraciones, generaciones y corrupciones,
(nota 1) de los cuerpos inferiores, se refieren a un cuerpo celeste, como a su primer motor, sin embargo de que este no esté no esté bajo la influencia de un movimiento de la misma naturaleza, supuesto que no es susceptible ni de generación, ni de corrupción, ni de alteración. Necesario es, por consiguiente, que lo que es primer principio de todo movimiento, sea entera y absolutamente inmutable.
CAPÍTULO V (nota 2) Dios es Eterno.
Resulta de lo que precede que Dios es eterno; porque todo lo que empieza a existir o deja de existir, nace y muere por movimiento y mutación; y como antes hemos demostrado que Dios es inmutable, necesariamente hay que deducir que Dios es eterno.
CAPÍTULO VI Es necesario que Dios exista por sí mismo.
En esto mismo tenemos la prueba de la necesidad de la existencia de Dios. En efecto; todo lo que puede ser o no ser, es mutable, es así que Dios es enteramente inmutable, según hemos demostrado antes; luego no hay en Dios posibilidad de ser de y no ser. Todo ser que es, y que es imposible que no sea, existe necesariamente, porque la necesidad de la existencia y la imposibilidad de la no existencia significan una misma cosa. Dios, por consiguiente, existe necesariamente. Además, todo ser que tiene posibilidad de ser y no ser, tiene necesidad de otro ser diferente a él, que le comunique el ser, porque por su naturaleza es apto para lo uno y para lo otro: es así que el ser que da el ser es anterior al ser que recibe el ser, luego hay algún ser anterior al ser en quien hay posibilidad de ser o no ser; y como nada hay que sea anterior a Dios, no hay en Él posibilidad de ser o de no ser, sino mas bien una existencia necesaria. Además, hay cosas necesaria que tienen, por una necesidad forzosa, una causa anterior a ellas; es así que Dios, que es principio de todo, no tiene causa de su necesidad; luego Dios existe necesariamente por sí mismo.
CAPÍTULO VII Dios existe Siempre.
De lo que procede se deduce que Dios existe siempre. En efecto: todo ser que existe necesariamente, jamás se deja de ser; porque cuando no hay posibilidad de no ser; hay imposibilidad de no ser, y, por consiguiente, existe siempre: es así que Dios existe necesariamente, según ya hemos probado; luego Dios existe siempre. Además, nada empieza a ser ni deja de ser sino por movimiento o mutación: es así que Dios es absolutamente inmutable, según ya hemos probado; luego es imposible que empezara a ser y que deje de ser. Lo que no ha existido siempre, para empezar a ser tiene necesidad de un ser que sea causa suya eficiente, porque nada pasa por su propia virtud de la potencia al acto, o del no ser la ser; y como Dios no puede tener causa eficiente, puesto que es el primer ser, y la causa es anterior al efecto, necesario es que Dios haya existido y exista siempre. Por último, la cualidad que conviene a alguno, y no proviene de ninguna causa extrínseca, pertenece a la esencia del ser que la posee: es así que Dios no ha recibido el ser de ninguna causa extrínseca, porque se así fuere, esta causa sería anterior a Él; luego Dios tiene el ser por sí mismo; y como las cosa que existen por sí mismas siempre existen, y necesariamente existen, Dios también existe siempre.
CAPÍTULO VIII En Dios no hay sucesión alguna.
Es también evidente que en Dios no hay sucesión alguna, sino una existencia completa y simultánea. La sucesión no existe más que en los seres que, de cualquier modo que sea, están sujetos la movimiento, supuesto que la sucesión del tiempo es el producto de la anterioridad o de la posterioridad en el movimiento: y como ya hemos probado que Dios no está de modo alguno sujeto al movimiento, claro es que en Dios no hay sucesión alguna, sino una existencia competa, indivisible, simultánea. Además, el ser en quien no hay un simultaneidad completa de existencia, debe tener posibilidad de tener o de adquirir. Así es que todo lo que pasa es perdido para ese ser, en tanto que puede adquirir todo lo que en el tiempo venidero pueda ser objeto de su esperanza. Es así que en Dios ni disminución ni aumento, porque es inmutable; luego Dios tiene una existencia completa y simultánea. Esto prueba que dios es eterno y que esta es una propiedad de su naturaleza, supuesto que el ser que tiene una existencia permanente, completa y simultánea, es eterno por esencia, según estas palabras de Boecio: "La eternidad es la posesión simultánea y perfecta de una vida sin fin".
CAPÍTULO IX Dios es Simple.
Dedúcese de lo dicho que el primer motor debe ser necesariamente simple, porque en toda composición ha de haber dos cosas que son entre sí lo que la potencia es el acto: es así que en el primer motor, si es completamente inmutable, es imposible admitir la potencia unida al acto, porque todo lo que es in potentia es por lo mismo móvil; luego es imposible que el primer motor sea un compuesto. Además, todo ser compuesto debe tener algo que sea anterior a él, porque las moléculas que entran en la composición de un cuerpo preceden naturalmente en existencia al cuerpo que forman. Es, pues, imposible que lo que es primero que todos los seres sea compuesto. En el orden mismo de las cosas compuestas vemos que las más simples son las primeras, porque los elementos preceden naturalmente a los cuerpos mixtos (nota 3).
Esto sucede aún entre los elementos; el primero es el fuego, porque es el más simple, y esto sucede también en los cuerpos celestes que son anteriores a todos los elementos, porque son de una naturaleza más simple, supuesto que están libres de toda contrariedad. No podemos, pues, dejar de deducir que el primero de los seres debe ser completa y absolutamente simple.
CAPÍTULO X Dios es su propia esencia.
Síguese esta otra consecuencia, a saber: Dios es su propia esencia. En efecto, la esencia de una cosa es lo que significa su definición, y esta cosa significada es idénticamente la misma que aquella de que es definición, a no ser que contenga accidentalmente algo que no corresponda a su definición, como la blancura que puede encontrarse en el hombre sin afectar a su definición de animal mortal y racional; de donde se sigue que un animal racional y mortal es lo mismo que un hombre. No sucede lo mismo en el hombre blanco, en cuanto es blanco. En un ser no pueden hallarse dos cosas, una de las cuales sea esencial y otra accidental, porque es necesario que su esencia sea idéntica a él de la manera más absoluta. En Dios, que es simple, según hemos visto, no pude haber dos cosas que sean un esencial y otra accidental; luego necesario es que su esencia sea absoluta e idénticamente la misma que Él. Además, en toda esencia no hay identidad perfecta con la cosa de que es esencia, supuesto que puede encontrar algo que la afecte por modum potentiae, y algo per modum actus, porque la esencia se refiere formalmente a la cosa de que es la esencia, como la humanidad la hombre. En Dios, por el contrario, no se puede encontrar la potencia y el acto, porque es acto puro. Luego Dios es su propia esencia. Notas
1. Generación es la adquisición por un sujeto de una forma, y corrupción la pérdida por un sujeto de una forma. La generación y corrupción serán substanciales si la forma que se gana o se pierde es substancial, accidentales o alteraciones si la forma es accidental.
2. Este capítulo, según demuestra A. R. Motte O. P. en la Revue Tomiste, Octubre- Diciembre 1939, pag. 749 sg., no es auténtico.
3. Aristóteles y Sto. Tomás hicieron suya la teoría de Empédocles (+ c. 435), que admitió cuatro cuerpos elementales: la tierra, el agua, el aire y el fuego, de cuya combinación resultaban todos los demás cuerpos compuestos que ellos llamaban mixtos. Además creían: a) que a cada elemento correspondía su propio lugar, al fuego y al aire el lugar más alto, al agua y a la tierra el lugar más bajo; b) que eran cuatro las cualidades primarias, lo húmedo, lo seco, lo cálido y lo frío, y que de su mezcla se originaban todas las otras cualidades.

Compendio de Teología II

CAPÍTULO XI La esencia de Dios no es otra cosa que su Ser.
Es además necesario que la esencia de Dios no sea una cosa diferente de su ser. En todo ser hay una diferencia entre la esencia y el ser, y esto es así, porque necesariamente ha de haber una cosa que constituya su naturaleza íntima, y otra su manera de ser. En efecto, hablando de una cosa, se entiende por su ser el principio de su existencia, y por su esencia su manera de ser. De aquí se entiende que una definición se exprese la esencia, demuestra la manera de existir de una cosa; y como en Dios no es uno el ser, porque no es compuesto, según se ha demostrado; resulta que su esencia no es distinta de su ser. Antes hemos probado que Dios es un acto puro, sin mezcla alguna de potencialidad, y necesario es, por lo mismo, que su esencia sea un acto último, porque todo acto que precede al último está in potentia con relación a este acto último; y como un acto último no es otra cosa que el ser mismo, en atención a que todo movimiento es el paso de la potencia al acto, necesario es que sea el acto último aquel a que se dirige y tiende todo movimiento. Es así que todo movimiento natural tiende a lo que naturalmente es deseado; luego necesario es que este acto último sea al que aspiran todas las cosas. Este es el ser; luego la esencia divina, que es un acto puro y último, es necesariamente el ser mismo.
CAPÍTULO XII Dios no está comprendido en género alguno como si fuera una especie.
De lo hecho aparece que Dios no está en género alguno como una especie; la adición de la diferencia al género es lo que constituye la especie; luego la esencia de toda especie comprende algo más que el género. El ser, que es la esencia de Dios, no contiene en sí adición alguna; luego Dios no es especie de género alguno. Además: como todo género contiene diferencias en potencia, en todo ser cuya constitución está basada en el género y las diferencias hay acto mismo de potencia: es así que Dios es una acto puro sin mezcla de potencia, según se ha demostrado antes; luego su esencia no consta de género y diferencias, y por lo mismo no está en género alguno.
CAPÍTULO XIII Es imposible que Dios sea género de ser alguno.
Necesario es demostrar que es imposible que Dios sea género; en efecto, el género indica el modo de ser, no el hecho de ser, porque las diferencias específicas son las que hacen que un acosa esté constituida en su propio ser: es así que Dios es su propio ser; luego es imposible que sea un género. Además, todo género se divide en diferencias, pero su ser no consiste es la agregación de estas diferencias, porque las diferencias no participan del género más que por accidente, y en tanto en cuanto que las especies constituidas por las diferencias participan de este género: es así que no puede haber ningunas diferencia que no participe del ser, porque en el no ser no hay ni puede haber diferencia, luego es imposible que Dios sea un género que se divida en especies.
CAPÍTULO XIV Dios no es una especie que se divida en individuos.
Tampoco es posible que dios sea una especie que se divida en individuos. La diversidad de individuos que convienen en la esencia de una especie, se distinguen por algunas modificaciones que no pertenecen a la esencia de la especie. Los hombres, por ejemplo, están todos comprendidos en la humanidad, Pero se distinguen uno de otros por alguna cosa que no es inherente a la esencia íntima de la humanidad. Es así que esto no puede verificarse en Dios, porque Dios es su propia esencia, según queda ya probado; luego es imposible que Dios sea una especie que conste de número alguno de individuos. Además, muchos individuos contenidos en una misma especie se diferencian entre sí en cuanto al modo de ser, y sin embargo convienen en la esencia. Donde quiera que haya muchos individuos pertenecientes a la misma especie, necesariamente ha de haber diferencia entre el ser y la esencia de la especie: es así que en Dios el ser y la esencia son una misma y única cosa; luego es imposible que Dios sea una especie que conste de individuos.
CAPÍTULO XV Es necesario confesar que Dios es Uno.
De lo expuesto aparece que es necesario haya un solo y único Dios. Si hubiera muchos dioses, seria preciso tomar esta locución, o en sentido equivoco, o unívoco (es decir, o en sentido impropio o en sentido literal). En el primer caso, se falta al propósito, porque no hay obstáculo en que nosotros demos el nombre de piedra a lo que otros llaman Dios, y en el segundo caso, necesario es que estos diversos dioses pertenezcan a un género o a una especie. Es así que Dios, como hemos probado, no pertenece ni a género ni a especie alguna en que se contengan muchos o pocos individuos; luego es imposible que haya muchos dioses. Además, lo que produce en una esencia común una modificación de individualidad, es imposible que convenga a muchos individuos; así es que aunque haya muchos hombres, tal hombre determinado es imposible que no sea uno. Luego si una esencia produce por sí misma la modificación individual sin ningún auxilio extraño, claro es que no puede convenir a muchos individuos. La esencia divina se individualiza por sí misma, porque en Dios la esencia y el ser no son diferentes, supuesto que, como ya hemos probado, Dios es su propia esencia; luego es imposible que haya más de un solo y único Dios. Aun podemos aducir otra prueba. Una forma cualquiera puede multiplicarse de dos maneras: o por las diferencias que contiene, como forma general, a la manera que el color se multiplica por sus diversas especies, o por el sujeto, que contiene las diferencias, como la blancura. Por consiguiente, toda forma que no puede multiplicarse por sus diferencias (a menos que no sea una forma inherente a un sujeto), es imposible que sea capaz de multiplicidad, como, por ejemplo, la blancura, que no podría ser más que una si existiera sin sujeto. La esencia de Dios es su mismo ser, que no puede admitir diferencias, según ya se ha probado; y como el ser divino es una especie de forma subsistente por sí misma, en razón a que Dios es su mismo ser, es imposible que la esencia divina no sea una sola; luego es también imposible que haya muchos dioses.
CAPÍTULO XVI Es imposible que Dios sea un Cuerpo.
Es además evidente que Dios no puede ser un cuerpo; en todo cuerpo se encuentra alguna composición, supuesto que consta de partes; luego lo que es enteramente simple no puede ser cuerpo. Además, no hay cuerpo alguno que imprima movimiento, sin que él mismo esté sujeto al movimiento, según lo acredita la experiencia; luego siendo inmutable como lo es el primer motor, no puede ser cuerpo.
CAPÍTULO XVII Es imposible que Dios sea forma de un cuerpo, o a una potencia unida a cuerpo alguno.
Tampoco es posible que Dios sea forma de cuerpo alguno, o una potencia unida a un cuerpo. En efecto, como todo cuerpo es movible, preciso es que, estando el cuerpo en movimiento, todo lo que está unido al cuerpo sufra el mismo movimiento, al menos de un modo accidental: es así que el primer motor no puede recibir movimiento ni per sei, ni per accidens, porque debe ser completamente inmóvil; luego es imposible que sea una forma o una potencia unida a un cuerpo. Además, todo motor, por lo mismo que mueve, debe tener cierto poder o dominio sobre las cosas que mueve; así vemos que cuanto más superior es la fuerza motriz a la resistencia del objeto puesto en movimiento, tanto mayor es el movimiento que le comunica. Necesario es, por consiguiente, que el primer motor de todas las cosas tenga un poder y dominio supremo sobre las cosas todas sometidas al movimiento. Como esto no podría verificarse si el primer motor estuviera unido de cualquier modo que fuera a alguna cosa movible, como sucedería si fuera la forma o la potencia de una cosa, necesario es que el primer motor no sea ni un cuerpo, ni una forma, o una potencia unida a un cuerpo. Por esto dijo Anaxágoras, hablando de la inteligencia, que era simple, en cuanto que todo lo imperaba y movía.
CAPÍTULO XVIII Dios es infinito en su esencia.
De lo dicho se deduce también que Dios es infinito, no de un modo privativo, en cuanto que el infinito es un absorbente de la cantidad, y en el sentido de que el infinito es todo lo que puede ser naturalmente limitado en razón de su género, sin serlo realmente, sino negativamente y en el sentido de que el infinito es todo lo que no tiene limites, porque ningún acto es finito más que por la potencia que es fuerza receptiva. De este modo es cómo las formas están limitadas por relación a la potencia de la materia; luego si el primer motor es un acto sin mezcla de potencia, porque no es ni la forma de un cuerpo, ni una potencia unida al cuerpo, necesariamente ha de ser infinito. El orden mismo de las cosas demuestra esta verdad, porque cuanto más elevados están los seres en su escala, tanto más grandes se les considera en el sentido de su ser. En efecto, entre los elementos, los que son superiores son considerados como más aventajados que los otros en cantidad y simplicidad. Así lo demuestra su modo de generación, mediante la que en una proporción progresiva el fuego procede del aire, el aire del agua, y el agua de la tierra. Además de esto, un cuerpo celeste aventaja en cantidad a todos los elementos. Necesario es por consiguiente, que entre todos los seres, aquél que es el primero y no puede tener otro que sea superior a él, sea infinito en cantidad, según su naturaleza. No debe causar admiración que un ser simple, y que carece de cantidad corporal, sea considerado como infinito y aventaje por su inmensidad a toda cantidad corporal, supuesto que nuestra inteligencia, que es simple e incorporal, aventaja a la cantidad de todos los cuerpos, y lo abarca todo por el poder de su comprensión. Luego con mucha más razón el primero de los seres los aventaja y los comprende a todos en su inmensidad.
CAPÍTULO XIX Dios tiene un poder infinito.
De lo anterior se deduce claramente que Dios tiene un poder infinito. El poder de una cosa está en razón de su esencia, porque las cosas deben obrar según la naturaleza de su ser; luego si Dios es infinito en esencia, es también infinito en poder. Lo mismo se demuestra observando atentamente el orden de las cosas. En efecto; todo ser que está en potentia tiene por lo mismo la fuerza receptiva y pasiva, y la forma activa si existe in actu. Lo que está solamente in potentia, como la materia prima, tiene una fuerza infinita de recepción, sin participar en nada de la fuerza activa, y cuanto más formalmente está una cosa sobre ella, tanto más grande es su fuerza de acción. Esta es la razón por qué el fuego es el más activo de los elementos; luego Dios, que es un acto puro sin mezcla de potencialidad, tiene un poder activo, infinito sobre todos los seres.
CAPÍTULO XX Lo infinito no implica imperfección en Dios.
Aunque lo infinito en las cantidades corporales sea una imperfección, lo infinito en Dios demuestra una perfección suprema. Lo infinito en las cantidades corporales pertenece a la materia, en cuanto que está privada de fin: es así que la imperfección acontece en una cosa, según que la materia se encuentra en este estado de privación de fin, porque toda perfección procede de la forma; luego siendo Dios infinito porque no es más que forma o acto sin mezcla alguna de materia o potencialidad, lo infinito en Él implica su perfección suprema. Lo mismo podemos afirmar considerando el orden de las cosas. En efecto: aun cuando en un mismo y único objeto que pasa de la imperfección a la perfección haya algo imperfecto anterior a lo perfecto, a la manera que uno es niño antes de ser hombre, necesario es, sin embargo, que lo que es imperfecto proceda de lo que es perfecto, porque el niño no puede proceder sino del hombre, y la materia prolífica del animal o de la planta, necesario es también, por consiguiente, que el ser que por su naturaleza es anterior y da movimiento a todo, esté dotado de una perfección superior a todo.
CAPÍTULO XXI Dios posee de una manera eminentísima todas las perfecciones que se encuentran en las criaturas.
Consecuencia es de lo que antes hemos dicho, que todas las perfecciones que se encuentran en las cosas han de existir necesaria, original y superabundantemente en Dios. Todo ser que comunica la perfección a otro, posee ya en sí esta misma perfección, a la manera que el maestro posee la ciencia antes de enseñarla a los demás; y como Dios es el primer motor que comunica a todas las cosas las perfecciones que les son propias, debe poseer y tener en sí superabundantemente las perfecciones de todas las criaturas. Además de esto, todo ser que posee una perfección y carece de otra, es limitado, o en el género, o en la especie, porque cada cosa está constituida en el género o en la especie que la forma, que es la perfección del ser: es así que lo que está constituido bajo una especie o bajo un género no puede tener una esencia infinita, que es necesario que la diferencia última que constituye su especie limite su esencia, y ésta es la razón por qué llamamos definición o fin a la razón que expresa una especie; luego si la esencia divina es infinita, es imposible que posea solamente las perfecciones de un género o de una especie, y esté privada de las demás, y es, por el contrario, esencial que reúna las perfecciones de todos los géneros y de todas las especies.
CAPÍTULO XXII Todas las perfecciones están unidas necesariamente en Dios.
Reasumiendo lo que antes hemos dicho, resulta con la mayor evidencia que todas las perfecciones están esencialmente unificadas en Dios. En efecto; hemos demostrado que Dios es simple: es así que donde hay simplicidad no puede haber diversidad en la intimidad del ser; luego si se encuentran en Dios las perfecciones de todas las criaturas, es imposible que estén en Él con su diversidad, y, por consiguiente, dichas perfecciones están unificadas en Él. Se demuestra esta verdad considerando lo que sucede en las facultades cognoscitivas; porque una potencia superior abarca en un solo acto de comprensión todas las cosas conocidas por las potencias inferiores, bajo puntos de vista diferentes. En efecto: la inteligencia, por una virtud única y simple, juzga de todas las percepciones de la vista, del oído y de los demás sentidos. Esto mismo sucede en las ciencias; y aunque las ciencias inferiores sean múltiples, en razón a sus diversos objetos, hay, sin embargo, una ciencia superior que lo abarca todo, y es conocida con el nombre de filosofía prima o trascendental. Lo mismo se verifica también en el poder; porque en la autoridad real, que es una, se encuentran refundidas todas las demás autoridades encargadas de ejercer las diversas funciones públicas. De este modo es como las perfecciones múltiples, que de diferentes modos se encuentran en las criaturas inferiores, están unidas al principio de todos los seres, que es Dios.
CAPÍTULO XXIII En Dios no hay accidente alguno.
Estando en Dios y siendo una cosa con Él las perfecciones todas, evidente es que en Dios no puede haber accidente alguno. El ser, la potencia, la acción y demás cosas semejantes, son perfecciones que necesariamente deben ser idénticas a su esencia; luego ninguna de ellas es accidental en Él. Además, es imposible que sea infinito en perfección aquello cuya perfección puede recibir algún incremento: es así que un ser que tiene alguna perfección accidental es susceptible de recibir el incremento de alguna otra perfección, porque todo accidente es una adición a la esencia; luego no se encuentra perfección infinita en la esencia de ese ser. Antes hemos demostrado que Dios, según su esencia, es infinitamente perfecto; luego no puede haber en Él ninguna perfección que sea accidental, sino que todo lo que es en Él, pertenece esencialmente a su substancia. Esta misma conclusión se deduce naturalmente de su suprema simplicidad, de su naturaleza de acto puro y de ser como es el primero de los seres. Todo sujeto está afectado de algún modo de composición, y además de esto, lo que es sujeto no puede ser acto puro, supuesto que un accidente es una forma cualquiera o un acto del sujeto. Lo que existe por sí, es también anterior a lo que no existe más que por accidente; de estos principios se deduce, como consecuencia legítima, que en Dios no hay nada que pueda decirse que es accidental.
CAPÍTULO XXIV La multitud de denominaciones aplicadas a Dios no repugnan a su simplicidad.
Ocupémonos de la razón, de esa multitud de denominaciones que se aplican a Dios, aun cuando sea en sí mismo completa y absolutamente simple. Como nuestra inteligencia no puede abarcar la esencia de Dios, se eleva a su conocimiento por medio de las cosas que están a nuestro alcance, y en las que encontramos ciertas perfecciones, cuya raíz y origen común está en Dios: y como no podemos denominar una cosa sino en razón de la inteligencia o conocimiento que de ella tenemos, porque los nombres son los signos de la inteligencia, se sigue que no podemos aplicar a Dios denominación alguna sino por medio de las perfecciones que percibimos en los demás seres, y cuyo origen está en Dios; y como las perfecciones son múltiples en los seres, indispensable es aplicar a Dios muchas denominaciones. Por el contrario; si nosotros pudiéramos ver la esencia de Dios en sí mismo, no tendríamos necesidad de valernos de esta multitud de denominaciones, porque el conocimiento que tendríamos de Dios sería simple, y tan simple como lo es su esencia. Este conocimiento, objeto de nuestras esperanzas, nos está reservado para el día de nuestra glorificación, según las palabras de Zacarías: "En aquel día el Señor único no tendrá más que un solo nombre".